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9 de Septiembre de 2025 19:51
Si no conociera a monseñor Luis Gabriel Romero Franco y me preguntaran qué perspectiva tengo de cómo vive un obispo, lo más cercano que imaginaría sería una figura de la realeza, llena de lujos, comodidades y ajeno a la realidad del mundo. Por supuesto, no pensaría en una persona que ha viajado a las zonas más violentas de este país, que le encantaba el boxeo, o que se trata de un hermano, amigo y tío al que se refieren con apodos cariñosos.
Ingresar al apartamento de monseñor es adentrarse en un espacio donde la espiritualidad convive con la sencillez. En su hogar, ubicado en el barrio Multicentro de Bogotá, vive con su hermana Mercedes, con quien actualmente disfruta de sus últimos años de vida.
Al entrar, lo que más llama mi atención, además de los muebles clásicos que fueron parte del legado de sus padres y que hoy decoran la sala donde recibe visitas, es la capilla que ha dispuesto en uno de los cuartos. Pese a que no cuenta con un apartamento grande, tiene un pequeño oratorio con un altar, la cruz ubicada en el centro, una Biblia encima de la mesa, tres sillas, reclinatorios y un sagrario donde guarda las ostias. Sin necesidad de grandes lujos, el ambiente transmite una calma donde se puede sentir el equilibrio entre la fe y el orden.
A sus 90 años, monseñor Romero conserva una lucidez admirable. Sin embargo, el tiempo cobra factura; usa lentes, camina con dificultad apoyado en un bastón, y apenas le queda cabello, quizá por la práctica de la tonsura a la que se sometió en su juventud como signo de humildad religiosa. Ese día me esperaba con un elegante traje negro, alzacuellos y su cruz pectoral colgada sobre el pecho, símbolo de la dignidad episcopal y recordatorio de que la esperanza siempre debe habitar en el corazón, como la cruz habita cerca de él.
Su historia inicia con una vocación que despertó en su juventud. Nacido en Bogotá el 19 de marzo de 1935, desde temprana edad sintió el llamado al sacerdocio. A los 14 años ingresó al Seminario Mayor de San José, tras una infancia disciplinada y marcada por la curiosidad académica.
“Se paseaba todas las tardes por los patios de la casa aprendiendo latín, todos los días estudiaba palabras nuevas. También era un apasionado de los deportes: jugaba fútbol, montaba en bicicleta e incluso practicaba boxeo con sus hermanos, quienes improvisaron un ring dentro de la casa”, recuerda Mercedes.
Sin embargo, esa decisión temprana no fue fácil. En los años cuarenta el seminario funcionaba como un internado, lo que significaba renunciar a experiencias comunes para cualquier adolescente, como salir al cine o pasar tiempo libre con amigos.
La vocación se consolidó en Francia, donde estudió Humanidades Clásicas en Lyon. En 1958 fue ordenado sacerdote y desde entonces se destacó como formador de seminaristas, vicario en varias parroquias y rector de los seminarios Menor y Mayor de Bogotá.
Su trayectoria en la Iglesia estuvo marcada por grandes responsabilidades. En 1977 el Papa Pablo VI lo nombró Obispo auxiliar de Bogotá y en 1986 asumió como Obispo de Facatativá. Allí impulsó una renovación pastoral, fundó el Seminario Mayor Diocesano de Santiago Apóstol, ordenó decenas de sacerdotes y promovió un proceso de renovación y evangelización diocesano.
Como rector del Seminario Mayor de Bogotá, su meta era que los seminaristas recibieran la mejor formación posible para alcanzar las características que considera esenciales en los nuevos sacerdotes.
“Hoy en día el mundo está cambiando a velocidades supersónicas pero pienso que todavía nos hace falta mucho. Es difícil cambiar la mentalidad de los sacerdotes cuando se vuelven funcionarios y se limitan a tener una oficina donde escuchan a la gente”, lamenta en la entrevista.
Por eso valora especialmente al Papa Francisco, a quien considera uno de los mejores papas de la historia y un ejemplo para seguir para él. "Esto es algo que sin duda debemos aprender del legado de Francisco, quien en mi opinión es uno de los mejores papas de la historia. Él siempre insistió en que un verdadero proceso evangelizador consiste en salir a las calles y compartir con la gente, una práctica que actualmente la iglesia realiza de manera muy limitada”.
Así mismo admitió que, desde su perspectiva, los seminaristas que formó en Facatativá debían tener una mayor libertad, a diferencia de lo que vivió en su formación, pero también tenían el deber de ser los mejores tanto a nivel espiritual como intelectual. “Les insistí en que nunca pensaran que porque eran de un pueblo, no podían sobresalir”, recuerda.
Así fue como tras más de dos décadas en Facatativá y luego de presentar su renuncia en 2010, logró dejar un legado, formando nuevos sacerdotes del pueblo que pudieran construir con amor la diócesis.
Para monseñor, todos estos logros también se le deben atribuir a su familia, que siempre fue un pilar fundamental en todo su proceso. Hoy vive con su hermana, de la que se despidió cuando ella solo tenía 10 años para entrar al seminario. Recibe con frecuencia visitas de hermanos y sobrinos, con quienes tiene un fuerte vínculo de cercanía poco común para un obispo.
“Para mí siempre ha sido mi tío ‘geguey’, no monseñor y que me refiera en público a él de esa forma le resulta muy extraño a las personas, pero en lo personal yo siempre lo he visto más como un tío”, confiesa uno de sus sobrinos.
Ese espíritu familiar le inculcó valores que hoy en día lo convierten en una persona carismática y compasiva con la que se puede entablar una conversación sin sentirse juzgado. Él mismo lo demuestra al hablar de personajes polémicos de la historia reciente de Colombia con los que tuvo la oportunidad de compartir a lo largo de su vida.
Por ejemplo, fue gran amigo de Camilo Torres Restrepo, sacerdote y sociólogo, fundador del Ejército de Liberación Nacional, más conocido como el ELN. “Era una persona piadosa, con un gran espíritu social y una preocupación recurrente por ayudar a los pobres”, admitió. Pero también asegura no estar de acuerdo en que haya aceptado “la violencia como una manera liberadora para el pueblo colombiano”.
La ironía de la historia es que años más tarde, este mismo grupo guerrillero secuestró al obispo de Tibú en 1997. En ese momento, monseñor Romero participó activamente en las gestiones de liberación para lo cual tuvo que entablar diálogos con el grupo armado. Luego de muchos esfuerzos, hoy recuerda cómo celebró junto al pueblo el regreso del obispo con una fiesta llena de globos y alegría. “Estuve como acompañante del pueblo, orábamos y no te imaginas la alegría de la gente cuando llegué con el obispo. Por iniciativa de las personas encontramos la iglesia llena de globos para celebrar el encuentro”.
Incluso, más adelante él mismo se libró de un secuestro que se iba a llevar a cabo en La Vega, Cundinamarca. Ese día, al sospechar que lo estaban siguiendo y recibir varias advertencias de un sacerdote amigo, decidió manejar en direcciones contrarias hasta perderlos de vista y de esta forma logró salvarse de aquel trágico acontecimiento que lo esperaba. “Por fortuna conocía muy bien las calles y me di cuenta a tiempo de lo que estaba sucediendo”.
Incluso luego de esas experiencias, decidió darle una nueva oportunidad a la paz y hacer parte de los acercamientos con las FARC durante el gobierno de Andrés Pastrana. Viajó al Caguán y conoció a alias Tirofijo. Durante la entrevista me pareció curioso preguntarle por él, quería saber si lo consideraba una mala persona, a lo que de manera serena y genuina respondió: “a mí no me corresponde juzgar a nadie, fue una persona de trato servicial y amable con nosotros”.
A su edad, monseñor Romero sigue activo. Se reúne con un pequeño grupo de obispos, con quienes le gusta reflexionar sobre la situación del país y las respuestas que debería adoptar la iglesia. Así mismo, con gran esfuerzo físico se desplaza cada sábado desde su apartamento hasta un centro de adultos mayores para celebrar la misa dominical y que de esta forma, las personas del lugar, que presentan limitaciones al igual que él, puedan descansar los domingos.
“Por el hecho de tener noventa años no quiero estar ajeno de la realidad, tengo una palabra para poder hablar y eso a mi edad es una gracia de Dios. Entonces, mientras me funcione la cabeza, yo voy a seguir ayudando a la iglesia en todo lo que pueda aportar”, afirma con convicción.
Hoy en día ocupa su tiempo libre principalmente asistiendo a citas médicas y compartiendo con su familia y amigos. Aunque ya no puede practicar deportes o incluso realizar actividad física como lo hacía antes, le encanta conocer las novedades de este nuevo siglo como la inteligencia artificial y los carros eléctricos.
Finalizamos la entrevista para que tuviera el tiempo suficiente de almorzar, estudiar el evangelio y salir con calma hacia el centro donde más o menos doce adultos mayores lo esperaban para celebrar la eucaristía.
Al despedirme, comprendí que el secreto mejor guardado de monseñor Romero no está en los títulos ni en las anécdotas con figuras históricas, sino en la sencillez con la que vive cada día. En su pequeño oratorio, en el cariño con el que comparte con sus hermanos, en la insistencia en salir de su casa para seguir celebrando misa cada sábado pese al bastón y la edad, se encuentra el legado de un hombre que entendió que la grandeza de la Iglesia se mide en la capacidad de servicio.
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