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29 de Octubre de 2025 09:00
Robles añejos rodeaban el camino, mientras el aire puro entraba con vía libre por todo mi ser, y el viento frío pero arrollador acariciaba mi piel que, convertida en brújula sensorial, me daba la bienvenida a Tenjo, un pueblo construido con manos muiscas, que hoy conserva la arquitectura colonial de siglos pasados, con calles empedradas y una plaza con una iglesia imponente, de tres alas y color blanquecino, reflejo del alma pura de los lugareños, quienes me recibían con calidez humana, como si fuera uno más del pueblo.
Luego de unos minutos, al adentrarme en una zona más rural, me encontré con una rampa tan alta como empinada cubierta de tierra y sin una sola señal que me diera confianza para subir. Ante mí se alzaba lo que sentí como un enemigo, algo así como una especie de Goliat. Pero esta vez, vencerlo no dependía de una honda, sino de mis dotes como conductor. Tomé las riendas del volante, puse el carro en primera y, mientras el motor luchaba por ascender, me aferraba al volante, decidido a no detenerme hasta llegar al final de aquella pendiente.
Sin saber cómo ni cuándo, mis ojos se perdieron bajo una neblina tenue que contrastaba con el verde de los cultivos. Mi olfato se olvidó de la llanta quemada y se concentró en el olor a flores frescas que perfumaban el camino, y fue ahí cuando comprendí que en mi destino iba a encontrar algo nunca antes visto.
Tal como lo pensé, al llegar una entrada llena de vida me daba la bienvenida a un lugar mágico, de esos que solo se relatan en cuentos. Me recibió Luis Carlos, esposo de la que aún sin conocer, sería la gran orquídea de esta historia.
Subí por unas escaleras de piedra que nos llevaban al centro del sitio, una casa majestuosa totalmente pintada de blanco, con ladrillos refractarios puestos a medida y unos ventanales que le otorgaban un diseño único a la vivienda. Ahí, abriendo una puerta de madera maciza con una cerradura dorada, apareció María Luisa Hincapié, una mujer de 1,65 metros de altura, pelo lacio pintado de gris claro, piel trigueña y, de regalo, unos ojos azul cielo que hipnotizan con tan solo mirarlos por pocos segundos. Una belleza tan natural y singular como el lugar que había construido.
María Luisa Hincapié ha dedicado su vida a la conservación de la naturaleza y a la protección de las orquídeas en la reserva Forest of Orchids, un lugar del que ella dice, "está construido de sueños que se convierten en realidad”..
Allí ha sembrado y cuidado más de mil especies de orquídeas, convirtiendo este espacio en un santuario natural que promueve la restauración ecológica y la educación ambiental. Su labor ha sido reconocida tanto a nivel nacional como internacional por su compromiso con la biodiversidad y por su colaboración con instituciones científicas como el Muséum National d’Histoire Naturelle de Francia.
Uno de los mayores logros de su trabajo fue el descubrimiento de una nueva especie de orquídea, bautizada Maxillaria maria-luisae en su honor, presentada en París en 2018, como símbolo de su dedicación a la preservación y al estudio de estas flores únicas, que representan la riqueza natural de Colombia.
El proyecto nació de la restauración total de un terreno baldío y abandonado, que poco a poco se transformó en un espacio lleno de vida. Orquídeas por doquier, una torre para avistamiento de aves, una zona de meditación entre árboles y un suelo suave cubierto de paja con vista panorámica al poblado. Son pocas las palabras que logran describir semejante entorno, pero sin duda, es el lugar donde más paz he sentido en mi vida: tanta naturaleza, tantos aromas, tantas orquídeas… que no queda más que rendirse al deleite.
Ese paraíso fue construido —y sigue siendo cuidado— por María Luisa y su esposo. Todo comenzó con la búsqueda de un lugar para vivir en pareja. Ella, amante de los viajes por carretera y conocedora de Colombia de "pe a pa", disfrutaba recorrer los pueblos de la Sabana. Así fue como decidieron buscar un lote donde construir su hogar.
Primero exploraron Cota, pero María Luisa, mujer de gran energía y sensibilidad, no sintió conexión con el terreno. Luego visitaron Tabio, pero el lote carecía de licencia de agua potable, lo que la desanimó. En el camino, vieron un aviso de Finca Raíz en la vía a Tenjo, y por casualidad, el dueño salía justo en ese momento. “Le preguntamos: ¿Podemos ver el lote? Y el señor respondió: claro, súbanse”.
El terreno era bonito, pero no terminaba de convencerla. Entonces el dueño les dijo: “Tengo un mirador cerca”. Fueron hasta allá. En ese momento, era un lugar árido, sin vegetación, pero ella, fiel a su intuición, subió. “Yo sí subí, y esto era un lugar totalmente desolado, solo había un pino y un eucalipto”. Sin embargo, fue allí donde sintió la conexión: “Me pasó como en los dibujos animados, que ven algo súper lindo y dije sí, este es. La vista, la energía, todo me encantó”.
Fiel a sus valores humanistas, confiando en la buena voluntad, María Luisa cerró el trato de palabra. El vendedor les ofreció un precio muy por encima del valor real, pues deseaba construir allí su propia casa y no esperaba que alguien lo comprara. Pero María Luisa, decidida, lo hizo. “Soñábamos con restaurar y sembrar”.
Todo inicio es difícil, y más aún cuando se trata de revivir un terreno muerto. “Fue complicadísimo, complicadísimo”, recuerda. Pero enfrentó el reto sin miedo y comenzaron las pruebas. “Luis Carlos me decía: compremos 100 plantas, y a mí me parecía un número enorme”. Intelectual y estudiosa, magíster en desarrollo educativo y social, María Luisa no temía investigar. Libro tras libro, buscó información sobre un tema que no era su vocación profesional, pero que se convirtió en lo que ella llama “un estilo de vida”.
Siguió experimentando hasta descubrir una técnica de restauración: “Comprábamos 100 y los sembrábamos juntos. Una semana después, los animales se habían comido 99, y el que quedaba no sobrevivía porque el terreno tiene alta radiación ultravioleta. Los árboles aquí necesitan sombra, algo que no decía ningún libro. Yo, que había participado en proyectos internacionales, si me hubieran presentado uno como este, no lo habría avalado”.
Era un proyecto costoso, sin duda, pero hay cosas que el dinero no compra. Una idea de vida como esta, en lo emocional, es invaluable. “La cantidad de plata que está enterrada aquí es mucha”.
El impacto fue tal que incluso los vecinos colaboraban en el cuidado del lugar. Luis Carlos compartió una anécdota: “Cuando creció un ciruelo que dio tres ciruelas, llegamos y los vecinos estaban con caucheras cuidando que los pájaros no se las comieran”.
Con el paso del tiempo, los árboles que sembraron comenzaron a crecer, y el lugar cobró sentido. Más aún, se convirtió en el epicentro de una pasión: la orquideología. Su origen fue sencillo. Luis Carlos recuerda: “Visitaba a un compañero de trabajo que tenía cinco orquídeas. Le conté a María Luisa: ¿cómo te parece que José tiene orquídeas en la casa? Se acercaba mi cumpleaños, y ella me regaló una orquídea, un Christing, nativa y endémica de estas montañas”. Esa orquídea cambió su visión de vida. Juntos se dedicaron al estudio de estas hermosas plantas y transformaron un terreno baldío en un santuario con más de 5.000 especies.
Recorrimos el lugar, asombrado por lo que veía: colibríes de cola larga aleteando, el atardecer cayendo, palmas de cera, y un espacio que conectaba sinfónicamente con mi ser. La charla en la zona de meditación me invitó a una reflexión profunda. Al mirar el horizonte, me pregunté: ¿por qué este lugar no es más conocido en Colombia? María Luisa, siempre certera, respondió: “Creo que los colombianos no hemos visto realmente a las orquídeas. Las hemos escuchado por años, pero creemos que siempre estarán ahí. No nos asombran. Igual pasa con muchas cosas. Aquí decían que no había pájaros, pero cuando empezamos a mostrarlos, todos decían: ‘vi en mi casa ese que ustedes mostraron ayer’. Cuando algo se naturaliza, uno deja de verlo”. “Si no lo conocemos, no existe. Pero si se muestra y se sensibiliza, se cuida, se valora. Al menos tienes la opción de hacerlo”.
De regreso a la casa, María Luisa —galardonada en múltiples ocasiones por la American Orchid Society— me sorprendió con una confesión: “Los premios sirven de aliento, de motivación, son alimento para el espíritu. Nuestras orquídeas compiten en concursos de belleza sin pesticidas ni insecticidas. Es como enviar a una chica a Miss Universo sin cirugías. Es difícil, pero es natural”. Sin embargo, hay un reconocimiento que supera cualquier otro: “Lo más significativo fue el descubrimiento de la Maxillaria María Luisa. Generalmente, una nueva especie lleva el apellido de quien la descubre, pero Luis Carlos decidió nombrarla con mi nombre. Eso es único, un acto de amor maravilloso, irrepetible. Además, trasciende el tiempo, porque el nombre científico no cambia. Ese es el premio más valioso de todos”.
Ese gesto de amor resume lo que viví en Forest of Orchids. Un lugar único en tierras colombianas, lleno de pasión y gratitud por quienes lo habitan. Allí se respira plenitud, confianza, casi familiaridad. María Luisa encarna todo eso: una mujer de amor genuino, cuya voz ilumina cada rincón del alma. Como bien dice su esposo: “Es el corazón de este lugar”, una persona que cuida del planeta y de quienes la rodean, y que se esfuerza por “devolverle al mundo un poquito de lo mucho que nos da”.
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