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30 de Septiembre de 2025 15:00
Hay libros que son espejo, otros refugio, y unos pocos -muy pocos- bisturí. Los médicos de la guerra, de la doctora Fernanda Hernández, no acaricia, corta. Abre con precisión la piel de una Colombia herida, supurante de historias que han sido silenciadas por la vergüenza, el miedo o la costumbre de mirar hacia otro lado. Este no es un libro que se lee, es un libro que se sobrevive. Y como toda herida, bien abierta, sangra para sanar.
Con la agudeza de una médica entrenada para salvar vidas y la sensibilidad de una periodista comprometida con la verdad, Fernanda Hernández nos entrega una obra que desafía las fronteras entre la medicina, el testimonio y la memoria. Médica cirujana de la Universidad Militar Nueva Granada, especialista en Epidemiología y magíster en Administración en Salud de la Universidad del Rosario, combina su formación clínica con más de una década como editora de salud en Noticias Caracol. Pero en este libro, más allá de sus títulos, es una narradora ética, una testigo cercana y una mujer que se niega a olvidar.
Los médicos de la guerra es un libro de la editorial Aguilar que en 233 páginas recoge quince testimonios reales de médicos militares que enfrentaron el conflicto armado colombiano desde una trinchera poco visibilizada: la de quienes no empuñaron un fusil para matar, sino para proteger. Estos médicos, enfermeros, anestesiólogos y cirujanos -hombres y mujeres- estuvieron en las zonas más duras de combate, operando bajo fuego cruzado, caminando sobre campos minados para evacuar heridos, tratando de salvar vidas en helicópteros que eran blanco de la guerra. El libro no es solo un compendio de relatos, es un documento humano, visceral, que dignifica una labor completamente ignorada por la historia oficial.
Con un lenguaje claro y sin adornos innecesarios, Hernández nos sumerge en las profundidades de lo que significa ejercer la medicina en medio de la guerra. En cada capítulo encontramos una historia viva, atravesada por el miedo, la incertidumbre, la frustración y, aun así, una esperanza irreductible. Nos enfrentamos a cirugías improvisadas, decisiones que se toman al límite, soldados convertidos en pacientes y médicos que, a pesar de su preparación académica, tuvieron que aprender a sobrevivir emocionalmente en condiciones para las que ninguna universidad los preparó.
Lo que hace poderosa esta obra no es solo el tema, sino cómo está narrado. Hernández no cae en la trampa de la espectacularización ni en la falsa neutralidad. Se para desde el lado de la vida, con los pies firmes y el corazón expuesto. Este no es un libro cómodo, es un bisturí literario que corta con precisión, y que, al hacerlo, revela las capas profundas del abandono, del sacrificio y del olvido institucional al que han sido condenados estos profesionales de la salud.
La autora logra algo inmenso, darle voz a quienes nunca han tenido micrófono. A los que no aparecen en las medallas ni en los informes de paz. A los que curaron guerrilleros, atendieron paramilitares, salvaron niños heridos por balas perdidas y llevaron cuerpos en sus brazos mientras temblaban. Los médicos de la guerra es, por eso, mucho más que una recopilación de relatos; es un homenaje con bisturí en mano. Una forma de decirles: “los vimos, los escuchamos, no los vamos a olvidar”.
Hernández construye cada relato con el pulso de quien sabe dónde poner el dedo sin lastimar más, pero sin esconder el dolor. Nos muestra que muchos de estos médicos durmieron durante semanas en hamacas colgadas entre árboles, con la adrenalina de que el próximo helicóptero podía no volver. Nos cuenta cómo operaban con linternas rojas para no ser detectados por el enemigo. Y lo más doloroso, cómo eran conscientes de que, en muchas ocasiones, salvar una vida era también poner en riesgo la propia.
Los médicos de la guerra se convierte así en un libro de lectura obligatoria para los estudiantes de medicina que aún creen que la salud solo se practica en hospitales, para los periodistas que olvidan que la guerra tiene múltiples frentes, para los tomadores de decisiones que diseñan políticas sin saber lo que se vive en terreno, pero, sobre todo, para una sociedad que ha normalizado tanto la violencia que se ha olvidado de mirar a los ojos a quienes la han enfrentado con bisturí, coraje y humanidad.
Fernanda Hernández nos entrega una obra que sangra, que duele, que grita. Una obra que, sin pretensiones literarias forzadas, logra una de las tareas más difíciles: abrir una herida para que empiece a sanar. Esta es una historia que el país necesitaba y que, gracias a ella, ahora no hay excusas para seguir ignorándola.
Este libro no se cierra con un punto final, se queda latiendo como esas cicatrices que nunca dejan de recordarnos que estuvimos al borde… y sobrevivimos.
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