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11 de Septiembre de 2025 08:00
Tiene 86 años. Su cabello recogido hacia atrás no es canoso, las arrugas de sus manos cargan con el trabajo que ha realizado desde sus siete años. Sus ojos son cristalinos, conservan los recuerdos de su vida, sobre todo de su madre, cuya memoria le genera nostalgia y ternura.
Entre semana, ella suele “hacer oficio”; no le gusta quedarse quieta: lava la loza, corta el césped del patio, cocina y muele el maíz de peto para sus arepas. El fin de semana, se alista y sale con alguno de sus nietos al negocio de Olga, una de sus tres hijas, a quien le ayuda revisando las cuentas e imprimiendo su sello: “la gente lo recuerda a uno por su carácter, por lo que hace, por su trabajo, por su empeño”.
Creó una marca personal reconocida por los habitantes de Cajicá. ¿Quién más podría saber de construir la imagen de una empresa que Doña Carmen? La mujer que dedica su vida a su local para recibir cordialmente a todo el que la visita.
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Doña Carmen nació el 1 de diciembre de 1938, cuando Cajicá tenía menos de 3.710 habitantes. De niña, vivía solo con su madre, María Peña, y sus cinco hermanos. Sus padres estaban separados. “Nunca nos llevó a su casa”, dice Doña Carmen refiriéndose a su padre, Manuel Díaz, de quién desconocían si tenía otra familia. María educó a Doña Carmen en casa, hasta que cumplió siete años, cuando empezó con su primera labor: llevar almuerzos y desayunos a donde fuera necesario en el pueblo.
Luego, Doña Carmen se dedicó a vender caramelos y almojábanas en el Tren de la Sabana, un concurrido medio de transporte de la época. Ella no tuvo la oportunidad de aprender a leer o escribir, sin embargo, logró reconocer los números para identificar las direcciones y, eventualmente, calcular las cuentas de su negocio.
A sus 25 años creó una ‘fama’ o carnicería en Cajicá, donde vendía vísceras de res, envueltas en hojas de helecho y entregadas en canastas. Doña Carmen afirma que en esa época no había ‘talegos’ o bolsas. Cerró la carnicería porque en algunas temporadas no vendía lo suficiente y los ingresos no le alcanzaban “para comer”.
Ananías Luque (hijo), de 57 años, un fiel cliente de la fritanguería desde que es joven recuerda que su padre, hoy de 83 años, era amigo de Doña Carmen. A ella, Ananías (padre), en su juventud, le vendía “las vísceras y el ganado”. Ananías (hijo) recibía consejos de Doña Carmen, entre ellos: “luche por la familia; primero organícese bien y sea muy responsable en el hogar”. Hoy, en agradecimiento afirma que “donde ella abra su establecimiento, allá le llega todo el mundo”.
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Cuando las hijas de Doña Carmen eran pequeñas, su madre todos los días viajaba hasta Cajicá para trabajar y, por las tardes, compartía con ellas.
Ligia recuerda cuando Doña Carmen las “llevaba al cine los domingos”, cuando vivían en la Merced del Norte, cerca al 7 de Agosto. Ligia, es la hija mayor; tiene 63 años y vive con su madre; nunca se casó ni tuvo hijos. Olga, por su parte, recuerda cuando les preparaban las “bolsitas de maíz pira”. Ella es tres años menor que Ligia, tiene tres hijos y cuatro nietos.
Doña Carmen le pagaba a una vecina para que cuidara a sus hijas durante el día y compraba sus almuerzos en un restaurante cercano.
Para Ligia la ausencia de su madre fue un problema: “Uno debe dedicarles tiempo a sus hijos porque vale más que todo”. Olga y Ligia cuentan los momentos de su infancia, sentadas en el comedor de la casa de Ligia, después de un agotador día de trabajo, tal como los de su madre. Por su parte, Doña Carmen ve novelas, uno de sus pasatiempos favoritos.
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Tras no obtener los resultados económicos esperados con la ‘fama’, Doña Carmen decidió abrir una fritanguería. Un conocido le enseñó el manejo de la comida, las recetas y le dio un local en arriendo. Ella recuerda que, en ese tiempo, cuando apenas estaba comenzando, se acercó un hombre que vendía estufas...
—Pero el día que me la traiga no le doy plata porque ¿de dónde? —Le pregunta Doña Carmen.
—No importa. Yo se la traigo, después me la paga.
— Usted tráigamela bien bonita y negociamos.
Doña Carmen se las ingenió para comprar su primera estufa, y hoy agradece porque esa adquisición “le dio para comer, para vestir, para brindarle lo necesario a sus hijos”. La fritangería incluso la ha ofrecido momentos de ocio: “Con 100 mil pesos me alcanzaba para tomar cerveza… era el entretenimiento de esos momentos”, dice Doña Carmen.
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Doña Carmen nunca tuvo una relación cercana con el padre de su primera hija. Ligia indica que no vivió con una figura paterna. En cambio, Olga y Patricia sí pasaron sus primeros años de vida con, en ese entonces, la pareja de su madre. Olga recuerda que “era muy mujeriego” y que algunas veces tenía actitudes violentas.
Aun así, Olga sintió la ausencia de su padre: “ella [Doña Carmen] nos daba muchas cosas, me dio mi estudio... Pero, eso no reemplaza el cariño de papá”. Olga destaca que su madre les dio todo lo que necesitaban y luchó como la cabeza del hogar: “Salió adelante sin tener un hombre al lado”.
Ligia sabe que Doña Carmen tuvo que ser padre y madre desde que sus hermanas eran pequeñas. “Cuando él sufrió un accidente automovilístico y falleció, mis hermanas tenían ocho años”. Tiempo después, Doña Carmen decía que no se conseguía otra persona “para no sufrir”.
Doña Carmen siguió criando sola a sus hijas. Pensaba que “para conseguir plata no se necesita sino Dios y suerte”. No obstante, vivía en una sociedad católica donde la familia era un gran valor social. Pero, siempre consideró que “no todo el mundo nació para casarse”.
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María Peña trabajaba recogiendo papa, lo que le resultaba arduo y agotador, pero le servía para mantener a sus seis hijos. Desde pequeña, Doña Carmen ayudaba a su madre en lo que necesitara; debido a que sus hermanos no solían estar muy pendientes de María. Una de las anécdotas que conserva Doña Carmen con su madre ocurrió cuando observaban el entierro de un joven:
— ¿Por qué llora por los jóvenes?, le preguntó Doña Carmen a su madre.
— Me acongoja que se vayan los jóvenes, mientras que los viejos no nos morimos.
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Doña Carmen aún recuerda todos los sueños de su juventud, esos que le dieron fuerzas para levantarse todos los días a abrir su fritanguería y atender a cada cliente con amor. Sigue yendo a su negocio a saludar a sus clientes y conocidos de tantos años; a contar la plata “al revés”, como le enseñó la vida; y a compartir con sus hijas, nietos y bisnietos.
Doña Carmen dedica tiempo dairio a recordar a su madre. “Quiero que Dios me deje hasta los 90 años, tal como murió mamá”.
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