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20 de Septiembre de 2025 17:59
Emmanuel Ramírez siempre tuvo un balón de fútbol cerca. De niño todo lo convertía en una cancha, aunque eso significara romper vidrios en el colegio o recibir llamados de atención de los profesores. Para él, lo importante era patear o lanzarse a atajar un balón. Su madre Luisa Fernanda Lamprea, a sus 46 años, aún lo recuerda como un niño travieso, pero apasionado: “No asistir a un entrenamiento o a un partido era como la muerte para él”. Emmanuel encontró desde pequeño en el arco su lugar en el mundo, primero por casualidad --él no inició en esa posición- luego porque nadie podía sacarlo de ahí.
Emmanuel se impone desde la primera mirada. Con sus 1,80 mts. de estatura, piel morena y una contextura grande y musculosa, parece estar siempre listo para tirarse al suelo o cubrir todo el arco. Su voz, grave y profunda, termina de darle ese aire de autoridad que caracteriza a los arqueros: firme al hablar, pero sereno cuando recuerda su historia. No es difícil imaginarlo bajo los tres palos, con esa mezcla de fortaleza física y seguridad que transmite incluso fuera de la cancha.
Con el paso de los años dejó de ser el niño que jugaba en el barrio para convertirse en un arquero con proyección profesional. Pasó por clubes como La Equidad, Kanteranos, Tigres y Santa Fe. Cada entrenamiento y cada torneo parecían acercarlo a ese sueño de infancia: jugar como profesional. La familia lo acompañaba siempre. Los fines de semana eran madrugones para llevarlo a entrenar, viajes largos, gastos de transporte, comidas rápidas entre partido y partido. “Para nosotros era todo, el sueño de los tres era que él llegara a ser profesional”, recuerda su mamá. Aunque sabían que en Colombia abrirse camino en el fútbol era casi imposible sin contactos o dinero, no dejaron de apoyarlo.
La oportunidad que parecía definitiva llegó a los 17 años, cuando Emmanuel recibió una llamada inesperada: un profesor le habló del club Intercontinental F.C, en Panamá que buscaba arqueros. Tenía que decidir rápido, en apenas dos semanas. “Era dejar a mi familia, a mis amigos y hasta el colegio. Pero era el sueño, había que hacerlo”, cuenta. Esa fue la primera vez que se subió solo a un avión, con la ilusión que en Centroamérica podría vivir lo que tantas veces había imaginado: debutar como profesional. En la primera temporada, por ser menor de edad, las reglas de la FIFA no le permitió jugar oficialmente. Regresó por un tiempo a Colombia, pero más tarde lo volvieron a llamar desde Panamá. Esta vez sí pudo debutar y tener minutos. El primer partido terminó 3-1 a favor, y él salió con la sensación de estar cumpliendo el mayor sueño de su vida.
Ese momento pareció confirmar que todo el sacrificio valía la pena. Emmanuel jugó varios partidos más, incluso como titular cuando el arquero principal se lesionó. Se entrenaba con jugadores mayores, algunos con experiencia internacional, y en el camerino sentía que al fin formaba parte de ese mundo. “Era bonito, era la primera vez que jugaba profesionalmente y contra gente que ya había estado en torneos grandes como la Copa Sudamericana. Uno pensaba que lo estaba logrando”, recuerda Emmanuel. Fue una etapa que todavía narra con emoción, porque por fin estaba viviendo lo que tanto había perseguido desde niño.
Pero la otra cara de ese sueño no tardó en aparecer. Las condiciones de vida eran mínimas: un hostal compartido, un colchón en el piso y un ventilador que apenas combatía el calor. La comida dependía del pago del club, y cuando este se retrasaba, simplemente no había nada qué cocinar. “Había días en que abríamos la nevera y estaba vacía. Era tomar agua y volverse a acostar hasta la hora del entrenamiento”. En medio de la escasez también se notaba la soledad. Estaba lejos de su familia, de sus amigos, de la novia que tenía en ese momento. Nadie lo escuchaba cuando un entrenamiento salía mal, nadie le preguntaba cómo estaba. “Lo más duro era entrenar sin fuerzas y saber que uno no podía decirle nada a los papás porque no quería preocuparlos”.
El peso de la distancia y de la soledad lo fue cansando. La ansiedad se convertía en compañera constante, y la depresión empezó a instalarse sin pedir permiso. Desde Bogotá, su mamá intuía algo, aunque no conocía la magnitud de lo que pasaba. “Él nunca nos contó, pero después supimos que aguantó hambre. Imagínese uno saber eso ya tarde, cuando ya estaba de vuelta”, relata Luisa con tristeza. A la ilusión inicial se sumó la decepción de sentirse atrapado entre el deseo de triunfar y la imposibilidad de sostenerse en esas condiciones.
Muchos jóvenes futbolistas colombianos como Emmanuel, salen al exterior en busca de oportunidades, y en 2024 se registraron al menos 433 jugadores en ligas internacionales, lo que ubica a Colombia como uno de los principales exportadores de talento. Sin embargo, varios de ellos terminan regresando al país porque no logran consolidarse o cumplir con las expectativas, y en algunos casos incluso son víctimas de falsos intermediarios que los exponen a experiencias precarias y traumáticas.
La decisión de regresar fue tan dura como inevitable. El club anunció que dejaría de pagar a los jugadores extranjeros y Emmanuel no tenía cómo mantenerse. Intentar trabajar no era una opción legal, y depender del dinero de su familia era imposible con la economía dolarizada en Panamá. “No podía ser una carga para mis papás. No tenía sentido seguir así”, explica. Ese día entendió que debía soltar el sueño, al menos en la forma en la que lo había imaginado siempre. Volvió a Bogotá con una mezcla de alivio y tristeza: había vivido su debut profesional, pero también había experimentado el lado más crudo del fútbol.
En Colombia, Emmanuel trató de retomar el camino. Se graduó del colegio, probó suerte en torneos locales como el de Olaya Herrera, donde incluso alcanzó a entrenar con un equipo del ascenso a la “Copa Trinche”. Pero en esas instancias las cosas también dependen de contactos, representantes y cuotas de dinero que él no tenía. Poco a poco el profesionalismo se fue alejando. Hoy en día, juega torneos recreativos, partidos de barrio, encuentros en los que a veces lo llaman para atajar por poco dinero. El fútbol sigue ahí, aunque ya no con la misma presión. “Siempre duele no haber llegado más lejos, pero aprendí que nada es fácil y que hay que seguir luchando”.
Mientras tanto, a sus 21 años trabaja en lo que resulte: Uber, call centers, una exportadora de flores. Su mamá insiste en que debería estudiar, pero él no se ve en la universidad. Prefiere seguir buscando el camino a su manera. “Es un buen muchacho, responsable, y lo importante es que nunca dejó de intentarlo”, dice ella. La historia de Emmanuel no es la del crack que llegó a Europa, sino la de un joven que descubrió que perseguir un sueño también puede doler. Aun así, el arco lo sigue esperando cada fin de semana, porque aunque no viva del fútbol, el fútbol sigue siendo parte de su vida.
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