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8 de Octubre de 2025 09:00
La tarde en que lo entrevisté, Bogotá estaba fría y lloviznaba. Al abrir la puerta, la lluvia quedó en la entrada: adentro reinaba otra temperatura. La casa de Carlos Mario Mejía no es un refugio gris de quien ha sufrido, sino un estallido de color y objetos que celebran la vida. Las paredes negras y blancas conjugan con cortinas naranja y un sillón rosa pastel; el techo, dispuesto en cuadros, parece abrazar el espacio. No hay rincón sin una obra de arte: pinturas, paisajes y retratos, en especial uno de piso a techo que refleja a Jesús. Ese escenario prepara al visitante para lo que vendrá: la risa fácil de un hombre que decidió vestir su vida con brillo.
La primera imagen de Carlos es nítida: alto, cerca de 1,80 metros, gafas cuadradas que marcan el contorno de sus ojos y una chaqueta azul rey llamativa. Su ropa funciona como afirmación: se presenta sin miedo a ser visto. Su lenguaje corporal es abierto —gesticula con sus manos cuando habla, y mira a los ojos con intensidad—. Su voz, entre bromas y seriedad y un acento paisa bastante marcado, mide los silencios con la prudencia de quien sabe cuánto pesan las palabras.
Nació en Medellín, en una época en la que la ciudad se transformaba bajo la sombra de la violencia. De niño era estudioso, con gusto por el dibujo. Pero la adolescencia lo arrastró a un entorno oscuro y complejo. “Entré a las filas de la delincuencia… conocí las drogas, conocí las cárceles, conocí los hospitales”, recuerda con franqueza. La crudeza de su relato refleja un pasado en el que incluso perdió a su madre, y junto a su hermana compartió etapas de consumo y calle.
A los 23 años sufrió un atentado que lo dejó con cuatro heridas de bala. Fue un quiebre físico y simbólico. Tras ese episodio llegó a Bogotá, a una fundación cristiana que lo acogió. Fue su primer contacto real con la fe que, aún con recaídas, empezaría a transformar su vida. “Dios me rescató”, afirma con convicción.
Carlos Mejía no habla de su vida como si hubiera alcanzado una meta final, sino como un camino que se sigue construyendo cada día. Con una mezcla de humildad y firmeza, reconoce: “Llevo 21 años restaurando mi vida. Todavía estoy en eso. No soy producto terminado”, admite. Para él, el verdadero triunfo más allá de haber dejado atrás el pasado, es levantarse cada mañana con la decisión de no volver a él.
Tras años de recaídas, Carlos Mejía encontró en la fe un anclaje. Lo que comenzó como ayuda recibida se convirtió en una misión. Hace 18 años nació la fundación Lazos de Amor, ubicada en el barrio Santa Rita, de Bogotá. Allí, junto con su esposa Lady y un equipo de colaboradores, acompaña a hombres y mujeres en proceso de rehabilitación.
Su amigo Arley Mena, quien lo conoce desde hace 15 años, lo resume con admiración: “El cambio de Carlos es de la Tierra al Cielo. Dormía bajo puentes y hoy dirige una fundación. Eso es un testimonio de aplaudir”.
La fundación se diferencia de otras rutas de rehabilitación porque apuesta por la teoterapia. “Hay dos maneras de restaurar: la clínica y la teoterapéutica”, explica. Para él, la espiritualidad, el deporte, el buen dormir y actividades como la piscina o la aquaterapia son igual de necesarias que la disciplina diaria. Su discurso no es acrítico: reconoce que esta visión genera resistencia entre algunos psicólogos y psiquiatras, quienes defienden los tratamientos clínicos tradicionales. Carlos lo asume con serenidad, convencido de que la fe puede lograr transformaciones que las pastillas no alcanzan: “Yo digo que Dios restauró mi vida, no fue un psiquiatra ni los medicamentos”. Más allá de la polémica, los hechos hablan por sí solos.
Hoy, Lazos de Amor cuenta con 210 internos —180 hombres y 30 mujeres— y 12 colaboradores que no son empleados, sino voluntarios que entregan su tiempo y su corazón. En sus 18 años de existencia, por allí han pasado miles de personas en busca de restauración, “No tengo una cifra, pero son miles”, admite. Prefiere los testimonios. Recuerda a jóvenes que llegaron desde la calle y hoy son líderes o padres de familia. Exresidentes han creado cinco nuevas fundaciones, multiplicando la labor. Para él, son “milagros” que justifican la apuesta: “La vida sí puede rehacerse”, dice con firmeza.
A pesar de su trayectoria, reconoce que aún existen prejuicios sociales. “Lo que más me importa es que nos vean como personas capaces de liderar y ayudar, porque lo estamos haciendo”, afirma. En colegios, escuelas y alcaldías desarrolla proyectos de prevención, convencido de que su testimonio puede abrir caminos de esperanza.
En medio de la reconstrucción de su vida apareció Lady, a quien conoció en la iglesia. Ella trabajaba en la zona de comidas y él tenía un pequeño almacén de cuadros y arte. Entre conversaciones sencillas y sonrisas tímidas nació una relación que pronto se transformó en su hogar. Con el tiempo consolidaron un vínculo sólido que se fortaleció con la llegada de Mariana, su hija de seis años. “Después de Dios, ella es mi motor, mi vida entera”, confiesa Carlos Mario. Lady lo describe como un hombre entregado: “En la fundación es director, firme y riguroso; pero en casa es totalmente distinto: juega, comparte, es un papá dedicado”. Su unión, como dice Lady, hoy es más fuerte que nunca.
El arte ocupa un lugar especial en su historia. En su casa hay cuadros en cada pared, algunos pintados por él mismo. Aunque hoy no dedica tanto tiempo a pintar, confiesa que sueña con viajar a Europa y recorrer museos. Además, dedica gran parte de su tiempo libre a su familia: viajes, paseos. “Mi hobby más grande es estar con ellas”, dice sobre Lady y Mariana.
Carlos Mario tiene metas claras: “Queremos que Lazos de Amor sea la fundación de rehabilitación más grande de Colombia”. Ya planea abrir una sede en Barranquilla y otra en el Llano, con apoyo de pastores que han ofrecido terrenos y espacios. “Dios está abriendo puertas”, asegura con entusiasmo.
Al final de la conversación, le pido que resuma su vida en una palabra. Sin titubear responde: “Cristo”. Sus ojos se humedecen y sonríe. Afuera sigue lloviendo, pero en su casa llena de color queda la sensación de haber conocido a alguien que convirtió el dolor en propósito. Carlos Mario no vende redenciones fáciles; ofrece compañía, herramientas y testimonio. Su historia es la prueba viva de que siempre hay segundas oportunidades.
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