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18 de Septiembre de 2025 14:40
La Fundación Banco de Alimentos de la Diócesis de Zipaquirá (Badizi) es una iniciativa creada por la Iglesia Católica que desde hace más de una década articula a la empresa privada, el sector público, la academia, las parroquias y distintas organizaciones sociales para enfrentar la inseguridad alimentaria. A través de donaciones, voluntariado y proyectos de desarrollo humano, la fundación busca apoyar a comunidades en condiciones de vulnerabilidad, especialmente en las zonas rurales del municipio, donde el hambre se ha convertido en un desafío cotidiano.
Mientras los turistas posan felices en la Catedral de Sal, a unas veredas de distancia, se libra una carrera contra el hambre. Allí, donde los caminos de tierra se enlodan fácil y el transporte se demora horas, las familias campesinas reciben un alivio que antes parecía imposible: mercados armados con lo que en las ciudades llaman “sobras”: yogures con la fecha al filo, pan del día anterior, frutas que no pasaron la prueba de estética en el supermercado. Todo eso, que en Bogotá terminaría en una caneca, en Zipaquirá se convierte en el almuerzo de niños que sueñan con no repetir el mismo arroz blanco todos los días.
“Lo que sobra allá es vida aquí”, dice doña Rosa, una abuela de la vereda Pacho, mientras acomoda en su mesa unas galletas que nunca había probado. El Banco de Alimentos del municipio, que hace diez años apenas ayudaba a unas 500 familias, hoy llega a casi 3.700 hogares campesinos. El secreto no está en tener bodegas gigantes ni recursos millonarios, sino en la determinación de sus líderes y voluntarios. “Esto no es caridad de vitrina, es trabajo duro de carretera”, reconoció Lida Plata, su directora, quien ha puesto de su pensión para seguir al frente.
Las entregas se hacen con disciplina de relojero: clasificar, empacar, cargar y arrancar antes de que la comida se dañe. Los camiones suben por trochas donde el pavimento ya se acabó, y lo que llega no solo son productos, también es un respiro. Cada bolsa significa que los niños pueden quedarse en la escuela en vez de salir a rebuscar, que una mamá no tendrá que fiar en la tienda del pueblo y que un campesino, aunque pobre, no tiene que pedir limosna.
Las cuotas que se cobran a quienes pueden aportar -desde 42.000 pesos- apenas cubren un pedacito del costo real, lo demás se sostiene con donaciones, padrinos solidarios y la voluntad de quienes creen que el hambre en Colombia no es cuestión de falta de comida, sino de organización.
El contraste duele: Según el Banco de Alimentos de Colombia (ABACO) Colombia bota 9,7 millones de toneladas de alimentos al año, mientras 14,4 millones de personas padecen inseguridad alimentaria, según el informe publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). En Zipaquirá, ese contraste es visible: buses repletos de turistas frente a la catedral, y a pocos kilómetros, familias que esperan con paciencia un camión cargado de pan de ayer y esperanza de mañana.
“Cuando se van los voluntarios, lo único que queda es el silencio y las ollas sonando otra vez”, dijo Plata. Y en ese silencio, en esas cocinas encendidas, está la verdadera victoria: que lo que era desperdicio, hoy es futuro, pues lo que sobra en la ciudad, hoy es lo que nutre al campo.
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