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16 de Septiembre de 2025 08:34
La noticia de que en Bogotá se instaló una mesa de trabajo para enfrentar abusos en los colegios vuelve a poner en la agenda un tema doloroso y persistente: la violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. En evidencia, las cifras muestran un aumento preocupante de casos. Sin embargo, el verdadero debate no es si estos abusos crecieron de repente, sino por qué ahora se denuncian más. ¿Qué cambió para que un delito tan silenciado por décadas empiece a salir a la luz?
De acuerdo con la Procuraduría General de la Nación, solo en Bogotá durante 2024 se reportaron 1.351 casos de agresión escolar constitutivos de delitos sexuales, en su mayoría contra niñas, de los cuales 1.123 ocurrieron en colegios públicos y 228 en privados. Además, el Sistema de Alertas del Distrito registró 2.411 situaciones de violencia sexual en entornos educativos, muchas de ellas protagonizadas por docentes o compañeros de curso. Es decir, el colegio, que debería ser un espacio de protección, se ha convertido para cientos de menores en un lugar de riesgo.
El panorama nacional tampoco es favorable. Según cifras de la Policía y Medicina Legal, entre enero y agosto de 2024 se llevaron a cabo 12.899 exámenes médicos legales por presunto delito sexual en infancia y adolescencia. El ICBF, por su parte, reportó en ese mismo periodo el ingreso de 11.135 niños y adolescentes al sistema de protección por violencia sexual, de los cuales 9.075 eran niñas y 1.425, niños. La magnitud de las cifras revela que no se tratan de hechos aislados sino de un problema estructural.
Si miramos la evolución histórica, entre 2010 y 2023 se registraron en Colombia más de 316.000 casos de acceso carnal abusivo contra menores de 14 años, con un pico en 2018 de 26.065 denuncias, de las cuales el 86% correspondía a niñas. Y aunque en 2021 se documentaron 1.831 víctimas y en 2022 la cifra aumentó a 1.996, la Fiscalía sostiene que la tasa de esclarecimiento también mejoró, lo que refleja una mayor disposición institucional a investigar y judicializar.
Entonces, ¿estamos frente a un aumento real de los abusos o frente a un incremento en las denuncias? La respuesta no es simple, pero hay razones para pensar que lo segundo pesa más. Los abusos sexuales contra menores han existido siempre. Lo que cambió fue el contexto social que permitió empezar a hablar de ellos.
En primer lugar, hay una mayor visibilización mediática. Cada caso denunciado en redes sociales, cada noticia que ocupa titulares y cada voz que rompe el silencio genera un efecto multiplicador. Las familias, antes temerosas de las represalias o del “qué dirán”, ahora encuentran respaldo en una sociedad más empática y menos tolerante frente a estos delitos.
En segundo lugar, existen más canales institucionales de denuncia. La creación de líneas de atención, protocolos escolares y rutas de protección hace que el proceso sea más accesible que antes. Aunque aún hay fallas graves en la atención, la percepción de que se puede denunciar sin quedar atrapado en el silencio institucional ha motivado a más padres a dar el paso.
En tercer lugar, influye el cambio cultural en torno a la infancia. Durante décadas, la autoridad del adulto –sea un profesor, un familiar o un líder religioso– era incuestionable. Hoy esa visión ha empezado a resquebrajarse: la voz del niño se escucha más, y aunque todavía falta, la sociedad ya no justifica el abuso bajo la excusa de la disciplina, la confianza o la costumbre.
El aumento en las denuncias también expone un reto: la impunidad. Según la Fiscalía, aunque se han logrado avances, el número de casos judicializados sigue siendo bajo frente al total de denuncias. A esto se suma la revictimización que muchas veces enfrentan los menores, obligados a repetir su relato en distintas instancias o sometidos a procesos que duran años. Denunciar, en muchos casos, sigue siendo un acto solitario de valentía.
El desafío no es solo reconocer que ahora se habla más de los abusos, sino garantizar que cada denuncia se traduzca en justicia y prevención. De poco sirve que las cifras aumenten si las condenas no llegan, si los colegios no cuentan con protocolos claros, o si los agresores –sean docentes o estudiantes– permanecen en las aulas sin sanción.
El hecho de que los padres y madres hoy se atrevan más a denunciar es un avance. Romper el silencio siempre será un primer paso necesario que dar. Pero el riesgo está en confundir el aumento en las denuncias con un agravamiento repentino del problema. El abuso ha estado ahí durante décadas; lo que cambió es que ya no se acepta como algo inevitable ni se oculta bajo la alfombra de la vergüenza familiar.
Frente a esta realidad, la tarea no puede limitarse a mesas de trabajo ni a declaraciones oficiales. Se requiere una política pública sólida, con énfasis en la prevención desde la primera infancia, formación en los colegios para identificar señales de abuso y un sistema judicial que evite la revictimización. Más que aumentar las penas, lo que necesita el país es romper la cadena de impunidad que perpetúa el delito.
Los niños y niñas de Bogotá y de Colombia no deberían cargar con el peso de denunciar para ser estimados y escuchados. La responsabilidad está en los adultos, en las instituciones y en el Estado. Hoy tenemos más denuncias porque el silencio empezó a quebrarse. Que esa ruptura no quede en cifras, sino en justicia, será la verdadera medida de cuánto hemos cambiado como sociedad.
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