La herida abierta de la violencia política

7 de Octubre de 2025 09:54

Ataúd del excandidato presidencial Miguel Uribe en su velación
Por: Foto cedida por Jhossua Marulanda

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Han pasado dos meses desde el anuncio del fallecimiento del senador Miguel Uribe. La noticia del magnicidio cayó como un rayo en medio de un país que, aunque acostumbrado a la violencia, había creído superados los años más oscuros del exterminio político. Sin embargo, la historia parece repetirse como una condena. El eco de los disparos no solo apagó la voz de un congresista; también nos devolvió a los años en que la política se resolvía a bala y no en las urnas.

La década de los ochenta y noventa estuvo marcada por la eliminación sistemática de líderes: de la Unión Patriótica, de liberales y conservadores incómodos, de candidatos presidenciales como Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo o Carlos Pizarro. Esa violencia pretendía enviar un mensaje inequívoco: quien desafiara ciertos poderes, pagaría con la vida. Hoy, más de tres décadas después, el crimen contra Uribe Turbay parece revivir esa misma advertencia: la política en Colombia sigue siendo un campo minado.

Cada asesinato de un líder político debería ser un campanazo para preguntarnos qué tan sólidas son nuestras garantías democráticas. Si un senador, con toda la visibilidad y el peso institucional de su cargo, puede ser silenciado, ¿qué queda para los concejales en regiones apartadas, para los líderes sociales en zonas rurales, para los candidatos locales que recorren pueblos sin escoltas ni cámaras? El recuerdo de los ochenta y noventa no es mera nostalgia trágica; es la evidencia de un ciclo que no hemos roto. Aquel exterminio frustró parte del pluralismo político, y el riesgo actual es que el miedo vuelva a moldear la democracia, silenciando voces críticas y contaminando el voto con intimidación.

El Estado insiste en que existen protocolos de protección: caravanas de escoltas, esquemas de seguridad, planes de contingencia. Pero la realidad es que esas medidas no bastan. La pregunta de fondo es si un ciudadano puede ejercer oposición en Colombia sin temor a ser estigmatizado, amenazado o asesinado. La polarización, sumada al lenguaje incendiario que algunos sectores han normalizado, alimenta la idea de que el adversario político es un enemigo interno que debe ser neutralizado. Esa narrativa, repetida en redes y discursos, legitima la violencia. Y cuando la palabra pierde peso, el plomo llena el vacío.

La respuesta oficial tras el asesinato fue previsible: comunicados de rechazo, minutos de silencio en el Congreso, promesas de investigación. Sin embargo, en un país con una tradición de impunidad tan larga, esas declaraciones suenan huecas. La ciudadanía lo sabe: hemos escuchado las mismas palabras una y otra vez tras la muerte de líderes sociales, de excombatientes en proceso de reincorporación, de concejales y alcaldes. Lo grave es que ya casi nadie espera resultados. Esa resignación, esa normalización de la violencia, es una derrota silenciosa de la democracia colombiana.

Los partidos tampoco escapan a la crítica. En lugar de unirse para exigir garantías, muchos han convertido el duelo en arma electoral. Se acusan mutuamente, calculan cómo capitalizar en votos el dolor ajeno y olvidan que lo que está en juego no es una curul más o menos, sino la legitimidad misma del sistema político. Un partido que calla ante la violencia contra sus adversarios no puede llamarse democrático. Y un país que naturaliza la eliminación de dirigentes a bala es un país que erosiona las bases de su democracia.

El magnicidio de Miguel Uribe debería marcar un punto de quiebre, y más en el contexto electoral que se avecina. No basta con llorar a las víctimas ni con prometer justicia que nunca llega. Colombia necesita un pacto nacional para proteger la vida de quienes deciden participar en política, sin importar su ideología. Ese pacto debe incluir recursos, inteligencia real, presencia efectiva en territorios y, sobre todo, un cambio cultural: asumir que la diferencia política no es una amenaza, sino la esencia misma de la democracia.

Las elecciones del próximo año serán una prueba de fuego: ¿Colombia será capaz de elegir en libertad o, por el contrario, el miedo seguirá siendo el gran elector? Espero que la voluntad popular pese más y que el futuro no repita la tragedia del pasado.

De lo contrario, el costo será altísimo. Volveremos a enterrar generaciones enteras de líderes condenados por pensar distinto. La muerte de Miguel Uribe no puede convertirse en otro nombre más en la larga lista de los caídos. Debe ser un llamado urgente a enfrentar la violencia política con la seriedad que merece. Porque si el miedo vuelve a dictar el rumbo de las elecciones, lo que elegiremos no será un futuro mejor, sino la repetición interminable de nuestra peor historia.

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