Sigue nuestras emisiones en directo desde esta página, y no te pierdas ningún evento y actividad.
Sigue nuestras emisiones en directo desde esta página, y no te pierdas ningún evento y actividad.
Buscar
4 de Noviembre de 2025 10:04
La antigua estación del tren en Cajicá, construida en 1926 bajo un estilo arquitectónico republicano, cumple su centenario en 2026. Diseñada para ser un edificio institucional representativo con rasgos del “culto europeo”, pretendía generar orgullo local y embellecer el entorno. Aunque durante años fue escenario de vida cotidiana y, en los años noventa, incluso sirvió como locación de telenovelas nacionales, lo que reforzó su carácter simbólico para el municipio. Con el paso del tiempo, la estación quedó abandonada: paredes con grafitis, techos rotos, humedad y deterioro.
No obstante, el 29 de marzo de 2025 ese rastro de abandono quedó atrás. Bajo la administración local y con el aval del Ministerio de Cultura, se reabrió el Parque La Estación como Casa Artesanal, un espacio renovado para los artesanos de Cajicá. Este acto marcó una promesa: que el edificio no solo sería un emblema patrimonial restaurado, sino un eje vivo de cultura, tradición y encuentro social.
La Casa Artesanal no solo se recuperó de casi un siglo de historia: en su interior, el trabajo de artesanos como el de Fernando Mendoza le da sentido al presente.
En Bogotá se encontraba Fernando Mendoza, quien tenía todo menos paz. Por eso, hace 40 años decidió mudarse a Cajicá para encontrar lo que ningún sueldo le dio: libertad. Hoy, en la Casa Artesanal, sigue convencido de que tejer no es un oficio, sino un acto de rebeldía.
Pasa horas tejiendo en silencio, trenzando hilos. En una esquina de uno de los talleres de la Casa Artesanal está su puesto. Cuadros con pájaros detallados sobre el lienzo, recipientes para la cocina, accesorios en distintos colores, sus insignias lámparas en fique y almidón de maíz, y una colección de hilos infinitos componen el lugar.
Fernando, reconocido por ser un alma libre, tiene una barba gris, ojos azules penetrantes y se viste de una manera muy relajada. Desde que llegó, lo primero que lo impresionó fue la agricultura y los tejidos. Esto lo ayudó a encontrar su verdadero propósito. “Cajicá lo vi siempre como un hangar del espíritu”, menciona mientras recuerda su llegada al municipio.
En su juventud, Fernando empezó a trabajar con su abuela, también artesana. Sin embargo, la experiencia no fue lo que esperaba: “Estuve trabajando con mi abuela unos tres años —recuerda—. Y no me gustó”. No quería horarios fijos ni estar bajo las órdenes de alguien más; buscaba la independencia, la posibilidad de emprender por sí mismo. Desde ahí empezó a preguntarse cuáles eran sus dones. No obstante, siempre tuvo claro que el arte tenía que ser parte de su vida. “El arte es el único que me da libertad”, afirmó. Desde entonces, nunca volvió atrás. Se lanzó solo al vacío y empezó a experimentar hasta llegar al fique y al almidón de maíz.
El contraste entre la contaminación de la ciudad y el campo hizo que su imaginación no tuviera límites. Se dio cuenta de que no había posibilidad de marcha atrás: ya había encontrado su propósito. “Donde sea más tranquilo, haya más árboles, donde yo pueda pintar y pueda escribir. Las ciudades no se prestan para eso”, mencionó Fernando, dejando ver esa memoria ancestral de Cajicá que sigue con él.
Fernando se levanta de su asiento, toma un manojo de hilos incrustados en unas láminas y muestra con paciencia cómo se cruzan los nudos en macramé. Mueve los hilos como si estuviera jugando en una consola de videojuegos; durante años ha enseñado esta técnica en escuelas y colegios del municipio.
Además de tejer, tiene una pasión muy profunda por enseñar. Se esfuerza porque la gente conozca la historia detrás de las técnicas que utiliza. El macrami nació de los árabes y los africanos, expertos en la técnica, y luego los franceses lo popularizaron bajo el nombre de macramé. Es una técnica de hilos que permite hacer cualquier objeto: desde un cinturón hasta un artículo decorativo o un accesorio. “En el material que quieras lo puedes hacer”, aclara; lo importante es la técnica. Hay cientos de nudos posibles, expresa Fernando.
Ángela, otra artesana de la Casa Cultural, trae en sus manos unas cerámicas pintadas muy detalladamente. “Soy cajiqueña de pura cepa", dijo Ángela con orgullo. A diferencia de Fernando, Ángela llegó más tarde al mundo artesanal, impulsada por los cursos de pintura y vidrio que tomó en la Casa de la Cultura. “Siempre me ha gustado aprender, y cada técnica me hace sentir viva”, cuenta con entusiasmo.
Ángela, al igual que Fernando, exhibe sus trabajos en la Casa Artesanal del Ferrocarril. Sus velas en guadua, cofres en madera, piezas de cerámica y pinturas en vidrio ocupan un espacio que ella considera un regalo. “Me siento muy agradecida por poder mostrar lo que hago”. Lo suyo no es solo una forma de ganarse la vida: “para mí es muy satisfactorio que cada persona se lleve algo de mi creación”. Fue ella quien presentó a Fernando y mostró el lugar por primera vez.
“Desde que llegamos a la Casa Artesanal las ventas bajaron”. Lo expresa Fernando sin amargura, pero con la certeza de quien ha aprendido a vivir de pie, incluso en medio de la adversidad. Calcula que hoy venden casi un 50% menos que cuando estaban en las carpas, en las calles del municipio. Este dato, más que una cifra, revela un cambio de vida. Ese instante revela que la historia de los artesanos de Cajicá no es solo la del oficio, sino también la de la lucha por sobrevivir.
Durante 13 años, él y otros artesanos estaban entre el parque central, al frente de la iglesia, y el parque de La Estación; por la vía del ferrocarril se encontraban sus carpas en la calle, donde cada persona los encontraba. “Ahí nos veía hasta el que no nos estaba buscando”, recuerda con nostalgia. En cambio, en la Casa Artesanal, los clientes tienen que llegar con la misión clara de encontrarlos. “Hay clientes que se perdieron”, admite. La visibilidad y la libertad que les daba la calle se cambió por un espacio fijo, pero a cambio de los ingresos.
Las personas llegan a la Casa Artesanal atraídas por la arquitectura restaurada. Se detienen frente a la fachada, observan, toman fotografías. Pero, rara vez cruzan la puerta con la intención de descubrir lo que sucede adentro. Allí, entre las paredes centenarias, los artesanos permanecen casi invisibles: la lucha silenciosa por hacerse notar.
“Con frecuencia visito la Casa Artesanal”, cuenta Carolina Campos, una vecina que suele pasar por allí mientras hace deporte. Relata que es un espacio valioso para que los artesanos del pueblo muestren su trabajo, pero antes eran más visibles en las carpas. Ahora están en un recinto cerrado y sus clientes han disminuido, porque los turistas no entran a comprar.
Fernando lo explica con una comodidad que incomoda. El calorcito del nuevo espacio no paga el arriendo ni el pan de cada día. Él mismo asegura que, si le dieran a escoger, volvería a las carpas sin dudarlo. En ese mismo instante confiesa algo más: ahora tiene su taller en casa, porque en la Casa Artesanal trabajar es complicado. Cortar, lijar o pintar puede dañar las instalaciones. Allá adentro no hay libertad para ensuciar, manchar o regar algo. En cambio, en la calle todo era distinto: podía armar su mesa, sacar las herramientas y, si caía pintura al piso, no pasaba nada. Esa libertad de crear sin limitaciones era, para él, parte de la esencia de su oficio.
Recuerda con emoción aquellos días en las carpas, bajo el sol o la lluvia, con el ruido de la calle como telón de fondo. Allí, el contacto era inmediato: la gente pasaba, se detenía un momento, saludaba, preguntaba precios, tocaba con curiosidad las lámparas y figuras de madera. Muchas de las personas no buscaban artesanías; simplemente se los encontraban en el camino, y así nacía la venta, casi por azar.
Liliana González, otra visitante, comparte esa percepción: “este lugar es especial para Cajicá, pero era mejor cuando estaban en las carpas, la gente los veía más. Ahora quedaron más escondidos”, pero recalca que es importante visitarlos, porque ellos viven de lo que hacen con sus manos.
La calle es el escenario natural del artesano; allí cualquiera puede crear sin limitaciones. El viento y la lluvia eran menos duros que la invisibilidad. Al otro lado de esta lucha silenciosa, la Alcaldía asegura estar tomando cartas en el asunto. A través de programas de gestión social integral ha comenzado un proceso de caracterización de los artesanos, con la idea de visibilizar sus productos y fortalecer la economía cultural. El contraste entre la voz de Fernando y los comunicados oficiales se percibe en la tensión: la tradición que resiste frente a la institucionalidad que promete respaldo.
La Alcaldía municipal impulsó este proyecto para dinamizar la economía del pueblo, especialmente para los artesanos. Al ofrecerles un espacio físico para exhibir y vender sus creaciones, la administración local busca fomentar el emprendimiento. La iniciativa busca atraer tanto a residentes como a visitantes. El tiempo estimado de la restauración fue aproximadamente de dos años. En 2025, el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, junto con Artesanías de Colombia, invirtió 1,507 millones en el fortalecimiento de la labor productiva y comercial de 25 talleres artesanales.
Se espera que la Casa Artesanal se consolide como un punto de encuentro permanente para el sector artesanal; al ser parte de un plan de desarrollo, se seguirá apoyando activamente a los artesanos. Según estimaciones de 2024, el costo de remodelación pudo oscilar entre 19 mil y 88 mil millones.
El Instituto de Cultura y Turismo tiene un conjunto de estímulos para fortalecer y visibilizar a los artesanos, financiar o estimular eventos culturales o proyectos de creación local. En 2024 se realizaron nueve convocatorias culturales bajo ese portafolio, con un total de 393 propuestas presentadas; algunos de los eventos incluidos fueron: Festival de Artistas Independientes, Festival Amasijos y Dulces Busongote, entre otros. En total, todas las convocatorias del año 2024 entregaron 178 millones en estímulos culturales.
Fernando sonríe mientras acomoda una lámpara de fique. Para él, cada pieza tiene un propósito que va más allá de su valor comercial. “Son elementos de mi memoria”, explica. No se trata solo de vender un objeto: cada creación lleva consigo una intención.
“Una lámpara yo no la hago pensando que solo la compañía eléctrica esté ahí, sino que haya luz interior”, dice con una sonrisa. Su voz se endurece un poco al remarcar la diferencia: “Si no, me vuelvo un mercanchiflis, de esos que solo compran y venden para hacer business. Yo no. Cada que hago algo debe tener un propósito”.
Ante la pregunta de qué alternativas tienen los artesanos a esa falta de visibilidad, Fernando soltó un suspiro y respondió: “Esperar a la nueva Alcaldía para ver qué pasa con nosotros”.
Muchos artesanos han encontrado en la enseñanza una segunda vía para sostenerse. “Nosotros damos clases —me dice—, talleres de tejido, de macramé, de bisutería. Es para todo el mundo: niños, jóvenes, adultos”. Esto les ayuda a generar otro ingreso, pero también es la manera de que la tradición no se pierda, ganando con esto al menos un 10% de ganancias.
Con esa filosofía, Fernando defiende la idea de que el arte es más que un oficio: es una forma de dar sentido, de invitar a otros a reflexionar, de no dejar que la vida se vuelva simple mercancía.
Fernando vuelve a tomar entre sus manos el hilo. En cada nudo parece atar algo más que fique: su vida, la memoria indígena de Cajicá, la rebeldía de un oficio que no quiere morir. Afuera, los turistas se detienen frente a la fachada restaurada para una foto. Adentro, él insiste en recordar que “a la artesanía ni siquiera la inteligencia artificial podrá reemplazarla”. Y quizá tenga razón: mientras haya alguien dispuesto a tejer, la memoria de este pueblo seguirá respirando, aunque la institucionalidad los 'esconda' tras las paredes de una casa centenaria.
Conoce más historias, productos y proyectos.