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24 de Septiembre de 2025 13:00
La Biblioteca Octavio Arizmendi Posada cambió de ambiente por una tarde. Entre los estantes, normalmente silenciosos, el murmullo de voces anunciaba algo distinto: Mueve tu mente. Consistió en un concurso de escritura que arrancaba con un juego de cartas. Tres equipos —Pola, Aura y Ñero— se sentaron alrededor de las mesas, listos para competir.
Cada carta tenía una letra, pero también escondía algunos “poderes”: las de llave no hacían nada especial; las de candado obligaban a cubrirlas con una llave para poder usarlas; y el temido «+2» permitía a quien la jugara poner dos palabras en un solo turno. La más codiciada era la carta comodina, capaz de transformarse en cualquier letra.
La primera ronda comenzó con la típica mezcla de concentración y competencia. Los estudiantes inclinaban la cabeza, pensaban rápido, y cada vez que alguien lograba armar una palabra, el sonido de las cartas chocando se mezclaba con expresiones de sorpresa, emoción o frustración. Al principio todos querían brillar por cuenta propia, pero pronto entendieron que no bastaba con el ingenio individual: el juego exigía trabajo en equipo y una estrategia compartida.
Seguir las reglas, sobre todo con las cartas que “castigaban” o premiaban, resultó más complicado de lo que parecía a simple vista. Cuando por fin cada mesa tuvo un ganador —ya fuera por astucia o simple suerte— llegó la verdadera prueba de creatividad. Con las últimas cuatro palabras que habían formado, cada equipo debía escribir un cuento en solo unos minutos.
El equipo Aura, por ejemplo, se encontró con un reto tan intrigante como poético: «duna», «funa», «runa» y «cuna». Con esas cuatro piezas sueltas, Juan Esteban Ruíz, Mateo Reales y Pablo Preciado improvisaron una historia que titularon «La ciudad eterna»:
Tenía los labios agrietados y la garganta reseca. El sol, implacable, brillaba en lo alto del cielo, y gotas de sudor caían sobre la arena ardiente como si fueran un diluvio de fuego.
—¿Cuántos días han pasado? —me pregunté, sin hallar respuesta.
Su conciencia lo había abandonado hacía tiempo; su única compañía eran los susurros del viento, que a veces reunían la fuerza suficiente para levantar pequeñas funas de arena, como si intentaran contarle un secreto antiguo.
El calor lo venció. Cayó al suelo como un niño rendido en su cuna, sobre esa tierra sin tiempo que lo envolvía todo…
Desperté en las profundidades del desierto, envuelto por el silencio y el misterio. A mi alrededor, las dunas se alzaban como olas petrificadas, moldeadas por los siglos. No sé si he caminado kilómetros o apenas unos pasos; el frío de la noche se clava en mi piel como espinas de hielo, mientras la luna observa, distante.
A lo lejos, diviso una ciudad. La reconozco. En los antiguos cantos de mi civilización, la llamaban la Ciudad Eterna. Está allí, intacta en su esplendor olvidado, custodiando tesoros preciosos y runas escritas en un idioma que el tiempo intentó enterrar… pero que aún susurra en mi memoria.
El cronómetro marcó el final, un integrante de cada grupo pasó al frente para leer su relato. La biblioteca, tan acostumbrada a la calma, se llenó de esa expectativa que solo producen las historias recién nacidas. El jurado, después de deliberar durante largos —y para algunos eternos— diez minutos, anunció el veredicto: el equipo Pola se llevó el primer puesto. Isabella Gentil, una de sus integrantes, admitió entre aplausos: «Me recordó a Scrabble, aunque diferente. Toca pensar rápido y lo mejor fue cuando tuvimos que crear un cuento al final».
Más allá del resultado, el ambiente que quedó en la sala era el de una complicidad compartida. Para muchos, la experiencia fue un reencuentro con el gusto de escribir por puro placer, sin la presión de una nota o un examen. Hubo quienes sonrieron desde el primer momento porque disfrutan de contar historias; otros, dijeron «me tapo y me agacho» para evitar ser quienes redactaran; y algunos incluso pensaron en la inteligencia artificial como atajo. Pero el ejercicio demostró que, aunque la IA pueda ser una herramienta útil, la chispa de la creatividad humana sigue siendo insustituible.
Mauricio Díaz, profesor de la Facultad de Comunicación y miembro del jurado, lo resumió con claridad: «Muchas veces los estudiantes están tan metidos en el celular o el computador que olvidan estas actividades. Aquí quedó claro que hay mucho talento, porque en pocos minutos los estudiantes sacaron muy buenos cuentos». Su comentario fue más que una conclusión: una invitación a aprovechar estos espacios que la vida universitaria ofrece para reconectar con la imaginación.
Al final, «Palabrería», entre cartas y relatos improvisados, ayudó a comprobar que escribir puede ser un juego, que las palabras tienen poder cuando se comparten y que, en tiempos dominados por la inmediatez tecnológica, todavía vale la pena sentarse a crear. Mueve tu mente dejó una lección que se siente tan vigente como necesaria: las historias que nacen de la creatividad colectiva siguen siendo uno de los mejores puentes para encontrarnos.
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