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15 de Septiembre de 2025 20:00
Sandra Cetina tiene 45 años, está casada y es madre de dos hijos: Juan José, de 11 años, y Luciana, de siete. Habla con serenidad, con ese ritmo que tienen quienes han aprendido a narrarse sin dramatismos, pero con la claridad de quien sabe que sus palabras pesan. Su historia no comienza con un diagnóstico, sino en lo cotidiano, en la maternidad reciente, en las rutinas de cuidado de sus hijos y en el descubrimiento de un cambio impactante en su cuerpo que decidió no ignorar.
“Antes de que mi hija cumpliera cinco meses sentí en mi senito una masita”, recuerda Sandra. “Pensé que era algo normal, que era de la lactancia. Fui al médico, me mandaron varios exámenes y el resultado fue cáncer de seno. Para mí, la palabra cáncer no fue sinónimo de muerte. Fue más triste saber que tenía que dejar de amamantar a mi hija”.
Ese hallazgo marcó un punto de inflexión en la vida de Sandra. No fue un golpe abrupto. Más que miedo, lo que sintió fue preocupación, porque ese diagnóstico no solo revelaba una enfermedad: significaba que no podría volver a amamantar a su hija, tendría que romper ese vínculo de madre e hijo que se construye a través de esta acción. Desde entonces, comenzó una transición hacia un proceso médico que incluyó exámenes, cirugías y tratamientos.
El caso de Sandra se inserta en una realidad que afecta a millones de mujeres. Según la Organización Mundial de la Salud, cada año se diagnostican más de 2,3 millones de nuevos casos de cáncer de mama en el mundo, y mueren alrededor de 685 mil mujeres por esta causa. En Colombia, las cifras tampoco son menores. Según datos de la International Agency for Research on Cancer (IARC), se registran más de 15 mil diagnósticos anuales de cáncer de mama y más de 4 mil muertes. Aun así, la supervivencia a cinco años supera el 70%, siempre y cuando el diagnóstico y el tratamiento lleguen a tiempo.
En medio de esos exámenes apareció otro dato revelador: el resultado positivo en la prueba de BRCA1, un gen que indica la probabilidad de desarrollar cáncer de mama y ovario. “Me hicieron un examen de ADN y salió BRCA1 positivo. Eso significa que varios órganos podían estar afectados, en mi caso, toda la parte reproductiva. Entonces decidieron retirarme los ovarios. Después vino la mastectomía bilateral (cirugía para extirpar ambos senos) y, finalmente, la reconstrucción a través de procesos estéticos”.
El cambio no fue solo un procedimiento médico, sino un conjunto de renuncias visibles en su propio cuerpo, en una parte que la mayoría considera fundamental para la identidad de la mujer. Relata que en una de las cirugías para reconstruir su cuerpo con la técnica de colgajo (es un segmento de tejido vivo, como piel, grasa y músculo, que se traslada de una parte del cuerpo para reparar un defecto o reconstruir una zona lesionada), sufrió complicaciones, dando como resultado una herida abierta en su abdomen que tomó meses en sanar y una cicatriz en su pierna que no estaba contemplada ni debía existir. Sandra recuerda que en una de las cirugías sintió que el médico fue torpe y poco delicado. “Me sentí como si mi cuerpo hubiera estado en manos de alguien que no lo trataba con cuidado, como si fuera un objeto y no una persona”.
Sandra lo relata con calma. “Ya al terminar todo este proceso de quimio, de radio, de reconstrucción, doy gracias a Dios y gracias al apoyo de mi esposo, al apoyo de mi familia, por poder decir que he sido triunfante en esta batalla contra el cáncer de seno”.
Sandra recuerda aquel proceso con la serenidad que transmite a la distancia. No habla de victorias ni de derrotas, sino de la disciplina de levantarse cada día para enfrentar un tratamiento distinto, un examen nuevo, una recuperación más. Esta motivación estaba impulsada por las ganas de ver crecer a sus hijos y de seguir construyendo su hogar.
Aceptó los cambios en su cuerpo como parte de un camino inevitable y eligió reconciliarse con esa nueva versión de sí misma. Su relato no se detiene en la queja ni en la vanidad; se concentra en ordenar los hechos con precisión, como si al contarlos pudiera convertir su experiencia íntima en una guía para otros.
En esa travesía, Sandra no estuvo sola. Alejandro Paz, su esposo, recuerda con claridad el impacto del diagnóstico. “Aunque ya había exámenes, guardábamos la esperanza de que fuera negativo. De inmediato pensé en los niños, en la bebé que aún lactaba… todo eso lo hizo más duro”. La noticia los golpeó, pero eligieron aferrarse a la fortaleza antes que al miedo.
El acompañamiento de Alejandro se tradujo en gestos cotidianos: citas médicas, noches de desvelo, silencios compartidos. “Más allá de lo difícil, traté de demostrar fortaleza en todo momento para que ella sintiera que tenía en quién apoyarse. Siempre vimos este proceso con positivismo”. Su fuerza se alimentaba del amor de Sandra, de sus hijos y de la fe que ambos compartían.
La enfermedad atravesó también la vida de los niños. Juan José, con apenas cuatro años, comprendió que su mamá necesitaba cariño y compañía. “Siempre estaba pendiente de jugar con mamá, de estar con ella”, recuerda Alejandro. Luciana, que tenía apenas siete meses, creció entre tratamientos y días de recuperación, pero nunca sin la presencia de su madre. “Ella siempre estuvo ahí, al lado de mamá, y eso fue muy favorable para su desarrollo infantil”.
Sandra dice que el acompañamiento de los miembros de su hogar fue esencial. “Gracias al apoyo de mi esposo y de mi familia pude sobrellevar todo el proceso. Nunca estuve sola, y eso me dio fuerzas”. Alejandro, por su parte, resalta el apoyo familiar que los rodeó. Su trabajo le permitió pasar mucho tiempo en casa con los niños, y cuando debían salir juntos a citas o tratamientos, “contamos incondicionalmente con el apoyo de las familias, tanto de la de ella como de la mía”.
Seis años después, Sandra se define más por lo que comparte que por lo que calla. Habla del autoexamen y la detección temprana, no como un triunfo personal, sino como un aprendizaje colectivo. “Quiero compartir con muchas otras personas esto que viví, porque lo siguen viviendo miles de mujeres más”, insiste. Alejandro acompaña ese propósito convencido de que contar la historia también los sana. “Después de todo lo que vivimos, entendimos lo frágiles que somos, pero también lo fuertes que podemos llegar a ser”.
El perfil de Sandra es el de una mujer que aprendió a narrar su propia historia con calma y conciencia total. Eso se refleja en su cara: esa piel morena que hace que resalten su sonrisa y las manchas en las mejillas, consecuencias de las quimioterapias. El perfil de Alejandro es el de un hombre que descubrió que la fortaleza también se construye desde el amor cotidiano. Juntos, transformaron lo íntimo en una herramienta pública de reflexión y cuidado colectivo.
En un país donde miles de mujeres reciben cada año un diagnóstico como el de Sandra, su testimonio y el de Alejandro se vuelven espejo. Ella insiste en la importancia de palparse, revisarse, acudir al médico a tiempo. Él subraya que la enfermedad no se atraviesa únicamente en la estética de los cuerpos, también en las relaciones, en los afectos, en la manera de estar presente.
Lo íntimo se transformó en público. La historia de Sandra y Alejandro ya no es solo de ellos: es una invitación a la conciencia, al cuidado y a la certeza de que, aún en la fragilidad, es posible encontrar fortaleza.
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