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26 de Noviembre de 2025 07:30
Dicen que, para los pueblos antiguos, el oro no es una riqueza: es el alma del sol hecha materia. En una choza de palma, un orfebre muisca sopla sobre las brasas para avivar el fuego. El calor derrite el metal que minutos antes ha molido y mezclado con cobre.
Lo observa transformarse en líquido, en una luz que parece viva. No trabaja con prisa. Sabe que, en ese instante, el fuego no solo funde el oro, sino también su propio aliento. Con manos firmes, lo vierte en un molde de piedra.
Al enfriarse, nace una figura diminuta: un cuerpo con alas, símbolo de transformación. No es riqueza lo que crea, sino equilibrio. Cada pieza es una oración, una conversación entre el hombre, la naturaleza y los dioses.
Siglos después, ese mismo brillo sigue latiendo. Ya no en altares, sino tras vitrinas de vidrio, en el corazón del centro de Bogotá.
El reloj marca las once de la mañana cuando bajo del TransMilenio en la estación Museo del Oro, sobre la Avenida Jiménez con carrera Séptima. Afuera, el centro de Bogotá vibra con su caos habitual: vendedores, turistas con cámaras colgadas al cuello y estudiantes apurados. Camino unos metros hasta el parque Santander y allí, entre los árboles y el ruido, se levanta el edificio del Museo del Oro del Banco de la República, un templo moderno dedicado a la memoria más antigua del país. Me detengo a pensar que el centro de la ciudad es un espacio lleno de museos y que fácilmente, después de ver este, podría caminar hasta el Museo Botero.
Apenas cruzo la puerta del Muso del Oro, el bullicio se disuelve. Una celadora me recibe con una sonrisa amable, revisa mi entrada y me desea “buena visita”. Esa calidez se repite en cada sala, en cada guía dispuesto a explicar una historia, una leyenda o una técnica de orfebrería.
El Museo del Oro fue fundado en 1939 con el propósito de preservar las piezas prehispánicas de orfebrería que el Banco de la República empezó a adquirir. Hoy alberga más de 34.000 objetos de oro y alrededor de 20.000 piezas en cerámica, piedra, concha, hueso y textil, provenientes de culturas como la Muisca, Quimbaya, Zenú, Tayrona, Calima y Tumaco.
Cada vitrina guarda siglos de saberes y símbolos; cada pieza cuenta una historia de territorio, ritual y cosmos. Avanzo por la primera sala, “El trabajo de los metales”, donde se muestra cómo los pueblos prehispánicos fundían el oro y la tumbaga para crear objetos que para ellos no tenían valor monetario, sino espiritual.
Un visitante se detiene junto a mí y comenta, en voz baja: “lo más interesante es que separan la información por épocas, así uno entiende mejor cómo cambió la relación con el oro”.
Tiene razón. Las luces, las maquetas y los textos escritos con precisión hacen que cada paso sea una reconstrucción del tiempo. “Nos hace ver que nuestro país no solo es biodiverso, sino también profundamente multicultural”, concluye antes de seguir su recorrido.
Sigo caminando y, en el hall principal, una familia observa una pieza muisca con asombro. “Es el primer museo al que entro y me parece súper interesante porque hay cosas que ni yo sabía que existían”, me dice Alexandra, una visitante joven.
Luego llego a la Sala de los Chamanes, el corazón místico del recorrido. La penumbra, los sonidos envolventes y las piezas suspendidas dan la sensación de estar dentro de un sueño. Frente a mí, un turista mexicano contempla una figura dorada bajo un haz de luz tenue. “Aquí sí se siente el alma del lugar —dice sin apartar la vista—. Es casi espiritual, como si uno se conectara con algo más grande”.
Más allá del brillo, el museo también es reflejo del esfuerzo institucional por preservar la memoria. Sebastián Llano, funcionario del Grupo de Infraestructura Cultural del Ministerio de Cultura, me explica que Bogotá posee una de las redes museográficas más fuertes del país. “Estamos muy bien dotados y estructurados, pero el reto está en llevar la cultura a las regiones donde no llega. No solo museos grandes, también bibliotecas, salas de danza, espacios para las comunidades”.
Sebastián habla con la convicción de quien cree que la memoria no puede concentrarse en un solo punto del mapa. Mientras lo escucho, recuerdo algo que me contó la antropóloga María Ordóñez durante una entrevista: “Los museos no son solo vitrinas; son herramientas para construir narrativas nacionales, espacios donde lo material vuelve tangible lo que de otra forma sería una idea abstracta. Son zonas de contacto: lugares donde las personas se reconocen en algo que pueden ver, sentir y dimensionar”.
Esa idea cobra sentido mientras recorro las salas. No es lo mismo que te cuenten que existen tesoros prehispánicos, a verlos brillar frente a ti. La memoria deja de ser concepto y se vuelve presencia.
Le pregunto a Sebastián por los jóvenes, por cómo lograr que nuevas generaciones se acerquen a la memoria cultural. Su respuesta es inmediata: “El futuro de los museos depende de ellos. Por eso impulsamos programas para que los niños y adolescentes participen en talleres, recorridos y actividades didácticas. Queremos que sientan que estos espacios también les pertenecen”.
Me habla de iniciativas del Museo Nacional y del propio Banco de la República que ofrecen descuentos, voluntariados y experiencias interactivas para estudiantes. “No basta con conservar la memoria. Hay que hacerla vivir, hay que enseñarla a escuchar”, expresa.
Mientras camino hacia la salida, observo de nuevo al personal del museo: una guía explicando con pasión a un grupo de franceses; un vigilante orientando a unos niños turistas; una encargada limpiando con cuidado el vidrio de una vitrina. Esa dedicación silenciosa también forma parte del relato.
Cuando cruzo las puertas de nuevo a la Séptima, el aire frío y el ruido de los carros me recuerdan que he vuelto al presente, pero algo ha cambiado: las vitrinas siguen en mi mente como pequeñas luces encendidas. El oro no es solo un metal antiguo: es la memoria viva de un país que sigue buscándose en su pasado.
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