La fe es tallada en sal en Zipaquirá

8 de Septiembre de 2025 15:45

Medallón de la Creación, una obra majestuosa esculpida en sal que representa el famoso fresco de Miguel Ángel.
Por: Alisson Algarra Sarmiento

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Al bajar del tren, la emoción de los otros viajeros era evidente; casi todos nos dirigíamos al mismo destino. Tomé uno de los buses turísticos, que por $7.000 COP me llevó directamente a la entrada de la Catedral de Sal. Aunque el trayecto fue breve, me permitió admirar las calles coloniales de Zipaquirá y me dejó intrigada por conocer más de este territorio.

El bus nos dejó en el estacionamiento, y a lo lejos ya podía ver la entrada a la Catedral. El costo promedio de la entrada para turistas internacionales es de $110.000 COP (aproximadamente 25 dólares), mientras que los visitantes colombianos disfrutan de un descuento del 42%. Los niños de 4 a 12 años pagan una tarifa reducida, y la entrada es gratuita para los menores de 3 años.

Al llegar al torniquete de entrada, nos recibió el guía turístico, Miguel Vallejo, quien, con voz cálida y firme, saludó al grupo. Bienvenidos a la primera maravilla de Colombia, dijo con orgullo, antes de adentrarnos en la oscuridad salina que se extendía ante nosotros.

La Catedral es una experiencia inmersiva que combina historia, espiritualidad y arte en un entorno subterráneo único. Cada año recibe a más de 692.000 visitantes y durante festividades y épocas de alta afluencia, como la Semana Santa, el número puede superar los 50.000, explicó Miguel durante el recorrido.

Descendimos 33 metros, y el cambio en el aire fue inmediato: fresco, cargado de humedad y con un leve aroma mineral que se impregnaba en cada respiración. A 180 metros bajo tierra, la penumbra nos envolvía mientras el sonido de nuestros pasos y el eco de las palabras de Miguel llenaban el espacio, dando una sensación de solemnidad que imponía respeto. “Aquí, en estas entrañas, no solo se extrajo sal; se cultivó fe y esperanza”, dijo el guía con una calma que parecía abrir aún más el misterio del lugar.

Miguel continuó hablando con un tono firme: “Aquí entramos con respeto, porque estamos en un lugar que guarda la esencia de quienes dieron su vida para construirlo y que aún resuena con su presencia”. Sus palabras nos hicieron sentir más pequeños, como si estuviéramos en un lugar realmente especial. Cada pared reflejaba una luz tenue de color blanco, y cada sombra parecía guardar recuerdos de aquellos que trabajaron en su construcción; era muy fácil imaginarse a los mineros tallando cada uno de los pequeños detalles que allí estaban.

La primera parada fue el Viacrucis; nos adentramos en el primer tramo del recorrido subterráneo, un pasillo monumental de 386 metros de longitud y 13 metros de altura. 

Miguel explicó: “Es la fe de los mineros la que nos ha traído aquí”, y nos hizo entender que este viaje era más una experiencia de vida que un simple recorrido.

Cada estación estaba marcada por una cruz hecha de bloques de sal, una estructura simbólica y poderosa que representaba los momentos más intensos de la pasión y muerte de Jesús. No había ornamentos ni decoraciones añadidas; solo la pureza del mineral y el trabajo de los mineros, quienes habían plasmado la historia con sus propias manos.

La segunda estación nos dejó a todos en silencio; el detalle de la talla y el juego de sombras nos daba la impresión de estar en otro mundo. Miguel nos pidió que miráramos hacia arriba y preguntó: “¿A qué se parece?”. Las respuestas variaron, pero la mía fue “la luna”. Miguel asintió, complacido: “Exactamente. Aquí tocamos la luna, aunque estamos bajo tierra”.

Nos encontrábamos en la Cúpula, un espacio redondo de 11 metros de altura y 8 metros de diámetro, completamente tallado en sal por siete mineros. Su parte inferior, rústica e imperfecta, simbolizaba lo humano, con una textura áspera que evocaba el trabajo arduo. Al levantar la vista, la parte superior se mostraba más pulida, y el juego de luces blancas mezcladas con las paredes de sal irradiaba una sensación de paz que parecía elevarnos hacia algo más allá de lo visible, hacia lo divino e inalcanzable.

Lina María Guerrero, coordinadora de la Secretaría de Desarrollo Económico y Turismo de Zipaquirá, había subrayado en una conversación previa que “La Catedral ha sido importante porque ha logrado ser un referente, no solo económico, sino también histórico en el municipio”. Recordaba esto mientras avanzábamos por los pasillos que resonaban con el murmullo asombrado de los más de 500 turistas que allí se encontraban.

El punto culminante llegó al pararnos frente al Altar Mayor que se encontraba en la Nave Central en la parte de abajo. Un silencio envolvió al grupo. Había una cruz de 16 metros que parecía flotar en la oscuridad; esta tenía un detalle que cautivó muchas miradas: una luz que palpitaba en su interior y daba la sensación de estar viva, como si Jesús estuviese entre nosotros.

“¡Es simplemente majestuoso, quiero sentirla!”, exclamó John, un turista que viajaba con su familia. Su voz, cargada de emoción, resonó entre todos y arrancó sonrisas de aprobación entre los demás. Para él, la experiencia era más que un recorrido; era una revelación.

Nos dirigimos al Espejo de Agua, un rincón casi místico en las profundidades de la Catedral. Ante nosotros, el agua saturada de sal se extendía como una superficie inmóvil, tan clara que reflejaba el techo de roca salina sobre nosotros, creando la ilusión de un cielo estrellado bajo la tierra. Era un efecto cautivador, un espejo perfecto que parecía abrirse hacia otra dimensión. Miguel nos explicó que la luz, al tocar la superficie del espejo, creaba un reflejo nítido que duplicaba las paredes y el techo, generando un efecto visual de profundidad casi hipnótico. Al observar el reflejo por mucho tiempo, se sentía tanto admiración como un leve vértigo.

Marco Bernal, investigador centrado en el turismo, me había comentado previamente: “La Catedral de Sal combina elementos que pocas atracciones tienen: historia, arte, geología y espiritualidad. Es única en su tipo y eso es lo que la hace tan especial”. Aparte de lo que él me había contado, me sorprendió descubrir que este lugar no es solo una maravilla natural y arquitectónica, sino un espacio donde la experiencia se extiende mucho más allá de lo esperado. Caminando un poco más, llegamos a una zona que transformaba por completo la atmósfera solemne de la catedral en una vibrante área comercial, llena de opciones para cada sentido, desde el gusto hasta la vista y el oído.

Lo primero que llamó mi atención fueron  los espectáculos de luces y sonido. La catedral cobra vida a través de un juego de proyecciones y música que transforman las paredes de sal en un lienzo inmenso. Los espectáculos de mapping nos transportan a un viaje visual, donde colores, formas, luces y música se entrelazan con la estructura de roca, dándole una nueva vida; un show de 5 minutos que, sin duda, complementa toda la experiencia.

A unos pasos se encontraba la sala de películas 3D, un espacio donde los visitantes podían sumergirse en otra dimensión. Por lo que pude escuchar al pasar, allí se transmitía un corto animado llamado “Nucuma”, que relata la fascinante historia de la formación del Domo Salino y los métodos de explotación que dieron origen a esta majestuosa catedral, esculpida por manos humanas. Aunque no pude entrar, ya que la película se proyecta en horarios específicos y justo al pasar con nuestro guía había terminado la última sesión, escuché las impresiones de otros turistas. Sus rostros reflejaban asombro mientras comentaban cómo la animación los había transportado al origen de la catedral, haciéndolos sentir parte de su historia.

Como si la experiencia no fuera ya suficientemente impresionante, dentro de la Catedral también hay un spa. La idea de un spa en un espacio subterráneo puede sonar insólita, pero aquí, la combinación de tratamientos con sales minerales y el ambiente de profunda tranquilidad crea una atmósfera casi mágica. No era sorprendente solo para mí; al pasar por allí, vi a unos 15 visitantes escuchando atentamente la explicación de los servicios que ofrecían, y alrededor de 10 personas más dentro, completamente relajadas. El aire fresco y la música suave del lugar se unían para envolver a los visitantes en una calma única, invitándolos a disfrutar de un momento de paz total.

Unos pasos más adelante, me encontré con una réplica del “Pueblito Esmeraldero”, un lugar que parecía salido de un cuento. Las calles, los colores y el ambiente recreaban la vida de un pueblo colombiano dedicado a las esmeraldas, una de las joyas más preciadas del país. Miguel nos explicó que las esmeraldas que veíamos allí eran falsas, pero estaban elaboradas con tal detalle que lograban dar la ilusión de autenticidad, capturando la esencia y el brillo característico de esta piedra.

Las vitrinas de las joyerías, ubicadas en la misma área, brillaban con el reflejo de piedras preciosas en tonos verdes intensos. Aquí, los visitantes podían adquirir esmeraldas y todo tipo de joyas hechas a mano, llevando consigo una parte de la riqueza natural de la región y contribuyendo con el comercio de la Catedral.

El recorrido terminó, pero no sin que Miguel nos recordara: “Aquí, todos los que entran salen cambiados. Porque este lugar no solo es un viaje físico; es un viaje al alma de lo que somos”, dijo con una sonrisa que reflejaba la pasión de quien ha hecho de la catedral su hogar espiritual. Una turista colombiana, Laura, que venía por segunda vez, agregó mientras nos encaminábamos a la salida: “Es un lugar al que siempre quiero volver, porque cada visita es diferente. Aquí uno entiende la verdadera riqueza de nuestra tierra, más allá de lo material”.

Al salir, el sol de la tarde, los tumultos de personas intrigadas por entrar a la primera maravilla de Colombia y las risas constantes de los niños que corrían por todos lados me devolvieron a la realidad, pero sentí que un pedazo de la catedral quedaba en mí. Aún escuchaba las palabras de Miguel, quien nos había recordado que, en la profundidad de la tierra, se encuentra la historia y la fe de todo un pueblo.

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