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28 de Septiembre de 2025 13:00
En Colombia, el pitazo final no siempre cierra un partido: a veces abre una batalla. Y lo que estalla en la tribuna, realmente no empezó allí. La imagen de familias corriendo, niños llorando y jugadores huyendo de proyectiles en estadios del país como El Campín o el Atanasio Girardot se ha vuelto lamentablemente común. ¿De verdad creemos que la violencia en el fútbol es un problema de hinchas “locos” o barras desadaptadas? Lo que ocurre en la tribuna es solo un reflejo amplificado de un país que lleva décadas pateando su propio balón de frustraciones, desigualdades y ausencias.
El estadio es un espejo social, la violencia en el fútbol colombiano no es un accidente aislado del deporte, sino la consecuencia de una sociedad fragmentada por la falta de educación emocional, la exclusión social y el abandono estatal. Si no entendemos esa raíz, seguiremos confundiendo síntomas con causas.
El fútbol no inventó la violencia. Lo que hace el estadio es reflejar las tensiones ya existentes en una sociedad desigual, intolerante y con mucha rabia contenida. Allí, con 40 mil personas reunidas, los colores de una camiseta se convierten en excusa para liberar las frustraciones acumuladas. Juan David Ramírez, hincha de Santa Fe y miembro de “La Guardia Albi Roja Sur”, barra brava del equipo capital, manifestó que: “muchas veces los barristas van más allá del deporte y piensan que es un tema de vida o muerte, de defender sus intereses como sea. Se llega a creer que al ver a otro ser humano con la camiseta de equipo contrario, deja de ser humano.”
Uno de los factores más graves es la falta de educación emocional. Colombia nunca le ha enseñado a sus jóvenes a gestionar la rabia, la frustración o el desacuerdo. En la tribuna, esas emociones se desbordan. Juan David Ramirez lo resume así: “la parte emocional es clave. Uno con la emoción del partido puede hacer cosas que están mal. Muchas veces la gente va soñolienta o alcoholizada, y eso afecta el comportamiento racional de la persona”. Sin herramientas para reconocer la diferencia entre rivalidad y enemistad, los estadios se convierten en escenarios de odio.
A esto se suma la exclusión social. Para miles de jóvenes en barrios marginados, la barra brava es la única fuente de identidad y reconocimiento. Allí encuentran familia, respaldo y poder simbólico. En los últimos 14 años, en Colombia han perdido la vida 169 aficionados del fútbol profesional y de la segunda división, únicamente por llevar puesta la camiseta de su equipo. Esto equivale a un promedio anual de 12,7 jóvenes fallecidos, la mayoría en calles o alrededores de los estadios, como resultado de los choques entre barras. Estos enfrentamientos suelen ser vistos por algunos hinchas como una forma de obtener prestigio y reconocimiento dentro de sus grupos.
El Estado, por su parte, ha sido más árbitro pasivo que jugador activo. La respuesta oficial casi siempre ha sido reactiva: más policías, más sanciones, más cámaras. Pero como demuestran experiencias internacionales, la clave no está solo en el control, sino en la prevención. Inglaterra, tras décadas de violencia en los estadios, redujo significativamente los niveles de disturbios gracias a políticas integrales que combinan mejoras en infraestructura, acompañamiento social a los hinchas y proyectos comunitarios ligados al fútbol. En cambio, en Colombia, los programas de integración juvenil vinculados al deporte son escasos y mal financiados.
Las consecuencias de este fenómeno no se limitan a los estadios. La violencia que se normaliza en el fútbol se reproduce en otros espacios sociales. Las barras bravas muestran una clara preferencia por el uso de armas blancas, presentes en 99 de los 149 homicidios registrados en los últimos 12 años. En segundo lugar aparecen los ataques con armas de fuego, responsables de 36 muertes. Un dato particularmente llamativo es la repetición de casos de caídas desde alturas, que provocaron el fallecimiento de nueve aficionados.
Frente a este panorama, es necesario replantear soluciones. Creer que más cámaras y más policía resolverán el problema es tan ingenuo como pensar que un árbitro puede controlar la corrupción de todo un torneo. Lo que hace falta es invertir en educación, cultura y deporte comunitario. Juan David lo dijo con sensatez: “sería clave tener actividades de solidaridad entre las barras, para que se den cuenta que no son tan diferentes. Al final todos sentimos la misma pasión, solo que con una camiseta distinta.”
El fútbol colombiano necesita un cambio de mentalidad que vaya más allá de las medidas correctivas. Se trata de reconstruir el tejido social alrededor del deporte, de generar espacios de integración juvenil, de reconocer que el estadio es solo un escenario más donde se expresan los vacíos de un país que ha dejado a demasiados jóvenes sin oportunidades.
Podemos llenar de cámaras los estadios, pero mientras afuera el país siga ardiendo, la tribuna será solo otro espejo roto donde nos vemos reflejados.
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