Millares de teléfonos acaban con el goce de los conciertos

16 de Septiembre de 2025 17:15

Por: Catalina Córdoba

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Me levanto de golpe al escuchar al público rugir en euforia: significa que está a punto de salir el talento argentino, Fito Páez. En el parque Simón Bolívar no cabe ni una sola persona más y se siente el calor intenso de la gente alrededor. Principalmente, porque el Festival Cordillera rompió récord este año con sus asistentes, con un cálculo cercano de al menos 90 mil personas provenientes de varias ciudades de Colombia y países de América Latina.  

Las luces del escenario alumbran con tonos rojizos y las ansias de la gente se sienten: Gritan y aplauden en unísono. No hay un minuto de silencio. El ambiente es de ansias y la emoción es contagiosa. Las sonrisas se van dibujando en todos los rostros. Pero, cuando por fin se va a dar el acto por el que todos pagan cientos de miles de pesos, el momento en que van a presenciar a esos artistas que habitan en Spotify y YouTube, empiezan a sobresalir los celulares, elevados en el aire por los brazos de sus dueños.  

Miro para todos los lados y me sorprende notar que es una costumbre grabar el minuto a minuto de los conciertos. A la gente no le parece importarle que no se pueda ver el escenario por la cantidad de celulares que hay, pero a mí me genera disconformidad, pues me obstruyen la vista por completo. Es tan exagerado el caso que varios en la audiencia no pueden ni siquiera aplaudir con la llegada del artista, pues tienen las manos ocupadas capturando (y no sé si recordando realmente) el momento.  

Innegablemente, lo que sucedió en esta edición es histórico: Miguel Bosé en el escenario principal, tras años de estar ausente y casi una década sin presentarse en Bogotá; el regreso de Fito al festival después de no poder asistir el año pasado por problemas de salud; la presencia de Rubén Blades, ya con 77 años; y la decisión audaz de incluir a Carlos Vives, reconocido artista de géneros musicales folclóricos, como headliner en un festival del estilo de Cordillera, donde se busca atraer a un público “rockero”. 

Este contexto puede ser la posible justificación del uso de pantallas en este evento. Al fin y al cabo, que fue algo de una sola vez, un hito para la ciudad, y lógicamente queremos, como publico, atesorar estos recuerdos para siempre. La mejor manera de hacerlo en esta sociedad moderna y tecnológica es grabar cada segundo, no perderse ni un solo detalle.  

En medio de esta curiosa situación, me pregunto qué harán las personas con esos videos. ¿Se los muestran a sus parejas o familia? ¿Lo suben a redes sociales? ¿Los ven en las noches? ¿Lo presumen en el trabajo al día siguiente? Y, sobre todo, me pregunto si vale la pena perderse la sensación tan eléctrica de estar en el público, rodeado de gente con los mismos gustos, por grabar largos momentos del concierto.  

Con rapidez llego a la conclusión de que no lo vale. Claro que entiendo que hay ciertos pedazos que pueden evocar recuerdos de nuestros seres queridos y que se quieran grabar fragmentos para aquellos, incluso tal vez grabar para cumplirle el favor a un fan del artista que no pudo ir. Pero, cinco minutos de video, donde puede que el audio no sea el mejor, que se atraviese una mano o que no se vea por completo la banda y el cantante, no es algo que a mí me gustaría ver.  

Por esto me entristece pensar cómo las costumbres van cambiando. Dudo que a las personas de tiempos pasados les haya afectado no poder grabar los conciertos a los que asistían. Incluso, pienso, tal vez imprudentemente, que los podían disfrutar mucho más que nosotros, la audiencia eternamente expectante con celular en mano. 

Es innegable que alguien quisiera recordar cada segundo de un momento tan especial: una despedida, un reencuentro, una ceremonia o un acto vital como lo es un concierto. La cuestión es que, ante cualquier argumento siempre es más bonito quedarse aferrado en la manifestación única del presente. Ahí está realmente nuestra memoria física, mental y espiritual. Sentir a la gente, cantar como público acompañando al artista, ser bañado por las luces y, ¿por qué no?, la lluvia típica de la ciudad, que acompañó el cierre del festival el domingo.  

De pronto, como sociedad, nos hemos olvidado un poco de sentir. Con esto me refiero a que a veces nos perdemos en guardar todas las experiencias en nuestras galerías en vez de nuestras mentes. Esa obsesión por tener pruebas de todo termina robándonos la espontaneidad.  

E, insisto, no sobran las fotos o uno que otro video, pero es crucial que no se vuelvan lo principal en este tipo de eventos. A la larga, lo principal somos nosotros, el público, y nuestro rugido de euforia al ver salir al artista, y no las 95 millones de publicaciones que se hacen diariamente en Instagram. 

 

 

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