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24 de Septiembre de 2025 15:00
La sala todavía no estaba a oscuras, pero ya se sentía una expectación distinta. La gente entraba en silencio, miraba a su alrededor, algunos buscaban sus asientos con calma. Se notaba que no era una noche cualquiera: algo nuevo estaba a punto de comenzar. El 20 de septiembre, en el campus de Chía, se abría por fin el Teatro UniSabana, un proyecto largamente esperado que se inauguraba con un espectáculo de peso: Piaf, de Christine Bovill.
Antes de que sonara la primera nota, el rector Rolando Roncancio Rachid tomó la palabra. Recordó los años de trabajo que había detrás de ese teatro, la alianza con el teatro Julio Mario Santo Domingo y el sueño de ofrecer a Sabana Centro un espacio cultural de primer nivel. Agradeció a quienes habían hecho posible el proyecto y cerró con una invitación que se sintió más como un compromiso colectivo que como un discurso protocolario: “Queremos que este teatro traiga vida sin límite para la región. Mantenerlo vivo depende de todos nosotros”. La frase quedó suspendida en el aire como un eco que acompañaría el resto de la velada.
Ese silencio lo rompió Beatriz Batista, pianista cubana, con los primeros acordes de Je sais comment. En escena apareció Christine Bovill, y bastó escucharla unos segundos para entender que lo que traía no era un tributo más a Piaf. Su voz grave, rota en el punto justo, no intentaba imitar a la francesa, sino transmitir su esencia. Era un canto desde las entrañas, y desde la primera canción logró que el público quedara suspendido en esa intensidad.
Entre una melodía y otra, la escocesa iba hilando fragmentos de la vida de Piaf. No se trataba de una cronología, sino de pasajes marcados por el amor, la pérdida y la necesidad de cantar como única forma de resistencia. En uno de esos relatos soltó una frase que arrancó suspiros y asentimientos: “Es probablemente la única cosa que tengo en común con Édith Piaf: esa necesidad inquebrantable de expresarme en canciones”. Lo dijo en plena función, y de alguna manera resumía lo que veíamos frente a nosotros: una artista que había hecho de Piaf un espejo para cantar su propia verdad.
El piano no era un acompañamiento discreto, sino un personaje más, dialogando con Bovill, respirando con ella. Y lo más sorprendente: se habían conocido apenas un día antes, en el ensayo. Nadie lo habría imaginado, porque lo que se escuchaba en escena parecía fruto de años de trabajo conjunto.
El espectáculo avanzaba como un mosaico emocional. Canciones emblemáticas como Hymne à l’amour, Padam, La Foule y La vie en rose convivían con otras menos conocidas, todas atravesadas por la capacidad de Piaf para cantar el dolor y la esperanza en una misma frase. Algunas las alternaba en inglés, como también lo hacía la propia Piaf, tendiendo puentes inesperados con el público. Era una invitación a sentir, más que a comprender palabra por palabra.
En medio de ese recorrido, otra frase resonaba con fuerza: “La música te hace olvidar todo o recordar todo”. Me la había dicho Bovill en el ensayo del día anterior, y durante la función parecía cobrar vida propia. Había espectadores con los ojos cerrados, otros murmuraban la letra; todos parecían moverse entre la memoria y el olvido, atrapados en esa paradoja que la música despierta.
El clímax llegó con Non, je ne regrette rien. Bovill compartió que una década atrás Charles Dumont, su compositor, se la había tocado al piano solo para ella. Esa confesión otorgaba un peso adicional a la interpretación: no era solo una canción emblemática, sino un recuerdo personal que se expandía en cada nota. El silencio de la sala se volvió absoluto, como si cientos de personas respiraran al mismo ritmo, hasta que los aplausos rompieron el hechizo.
La misma canción cerró el espectáculo, como promesa y declaración final. Piaf no se arrepintió de nada, y en la voz de Bovill esa convicción se volvía contagiosa. La ovación fue larga, de pie, insistente. Y todavía hubo espacio para un regalo más: La vie en rose volvió a sonar, pedida por el público, como si nadie quisiera dejar ir la magia recién vivida.
Al salir, los comentarios confirmaban la impresión compartida. Algunos destacaban el carisma y la fuerza de Bovill, otros subrayaban la excelencia de Batista. Muchos felicitaban a la Universidad de La Sabana por abrir un espacio de ese nivel en la región, y no faltaba quien confesara que ya estaba pensando en volver. Se notaba en el aire un entusiasmo genuino, la certeza de que lo que acababa de pasar no debía ser algo aislado, sino el inicio de una programación constante.
“Siento instintivamente que les encantará este show. Porque es tan inusual. Mi historia es tan inusual”. Eso me lo había dicho Bovill en la entrevista del día anterior, cuando aún no había pisado el escenario de Chía. Y esa sensación de rareza, de estar viendo algo único, se confirmó durante la función. Lo suyo no era imitación, ni reconstrucción biográfica paso a paso. Era una obra viva, donde su historia personal y la de Piaf se entrelazaban en un mismo hilo narrativo.
Esa primera noche en el Teatro UniSabana no fue solo una inauguración. Fue también la confirmación de que Sabana Centro necesita, y merece, más cultura, más espacios para dejarse tocar por el arte. Como periodista, pero también como alguien que ama la música y el teatro, no pude evitar sentir que este estreno era un regalo largamente esperado. Un punto de partida que promete mucho más. Y después de lo que vimos, lo único claro es que volver se torna inevitable.
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