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Cada mañana, miles de personas en Chía salen de casa con la esperanza de llegar a su lugar de trabajo o de estudio. Sin embargo, un recorrido que debería tomar 15 minutos termina extendiéndose hasta 45 o más. El municipio, atractivo por su cercanía a Bogotá, enfrenta un caos vial que ya no solo retrasa el reloj: también afecta la mente.
La crisis de movilidad no es un problema nuevo, pero se agrava con factores estructurales que se entrelazan: un Plan de Ordenamiento Territorial (POT) desactualizado e incapaz de responder a las dinámicas actuales; el crecimiento poblacional acelerado (45.000 habitantes en 1993 a más de 150.000 hoy); el deterioro y estrechez de las vías, que limitan la conectividad entre veredas, barrios y el casco urbano; y su condición de corredor vial estratégico hacia Cajicá, Cota, Zipaquirá y Bogotá. Todo ello convierte a este municipio en un verdadero embudo de tránsito.
El diario vivir
Camila abre los ojos a las cinco 5:30 a.m. no porque quiera, sino porque el trancón la obliga. Vive en un municipio que creció como si alguien hubiese soplado con furia sobre un globo, hasta deformarlo, hasta ponerlo al borde del estallido.
Se viste en silencio, desayuna apurada y sale a la calle. Afuera la espera lo mismo de siempre: un enjambre de motos, buses atiborrados y carros que no avanzan. Chía tiene apenas 17 kilómetros cuadrados de área urbana, un espacio tan pequeño que, en condiciones normales, un trayecto no debería tomar más de veinte minutos. Ella sabe que la normalidad no existe. En hora pico, llegar a la universidad, que se encuentra a tan solo 6 km de su casa, le toma entre treinta y cuarenta minutos.
Los carros no se mueven. Los cláxones se mezclan en una sinfonía de desesperación. Los buses exhalan humo, las motos serpentean entre los carros. Camila intenta leer un libro, pero no pasa de tres páginas: el vaivén del bus y la fatiga le cierran los párpados.
Las cifras, frías y duras, dibujan lo que su cuerpo ya sabe: los trancones prolongados deterioran la salud mental. Según el estudio “Exposición al tráfico y salud mental en Bogotá”, liderado por la doctora Olga Lucía Sarmiento, cada 10 minutos adicionales en el desplazamiento aumentan en un 0,5 % la probabilidad de presentar síntomas depresivos; y cuando esos minutos se viven en medio de un embotellamiento, la probabilidad de ansiedad o estrés puede subir hasta un 0,8 %.
De manera complementaria, el estudio “Relación entre las emociones y la movilidad en los trancones de Bogotá” revela que el 57,3 % de los conductores encuestados experimenta estrés durante los embotellamientos, el 26,7 % frustración y el 8 % ansiedad. Si ese tiempo pudiera recuperarse, la mitad lo invertiría en compartir con su familia, mientras que otros optarían por descansar, hacer ejercicio o aprender algo nuevo.
Paradójicamente, el transporte público puede amortiguar el golpe, pues las interacciones sociales que allí se generan reducen la sensación de aislamiento. No obstante, la ausencia de un sistema masivo eficiente hace que esta sea una opción limitada para la mayoría.
Para la profesora Tatiana, especialista en comunicación para el desarrollo social, la movilidad no puede entenderse solo como el acto de mover autos o personas, sino como un pilar de la calidad de vida y de la convivencia ciudadana; por eso insiste en que, cuando las vías colapsan, no se detiene únicamente el tránsito, sino también la forma en que las personas viven, se relacionan y acceden a oportunidades.
Y si a Camila le roban el tiempo de aprender, a otros les arrancan la paciencia de criar. Madres y padres que pasan más horas viendo luces rojas que los ojos de sus hijos. Ancianos que pierden citas médicas. Vendedores informales que llegan tarde al rebusque. La vida comprimida en un atasco.
Llega a clase. Mira el reloj. Ha pasado una hora y media. Podría haber sido media. El día apenas empieza y ella ya está agotada.
Del estrés al miedo
El trancón no solo detiene autos: detiene proyectos, ilusiones, y hasta vidas. Mientras se construyen soluciones estructurales, los ciudadanos necesitan estrategias para no perder la calma en medio del caos. La exposición constante al tráfico no solo incrementa el estrés, sino que puede desencadenar trastornos más profundos.
Uno de ellos es la amaxofobia: el miedo irracional a conducir, que afecta a miles de personas que han vivido accidentes, situaciones de peligro o simplemente años de embotellamientos.
Según el estudio Ansiedad en la Conducción (Amaxofobia) en los Conductores, una de las principales causas de esta fobia es la exposición constante a la circulación con alto tráfico. La sensación de encierro, el ruido de los cláxones y la incertidumbre del movimiento lento activan respuestas de ansiedad que, con el tiempo, pueden volverse incapacitantes.
El estudio explica que, aunque suele ser invisible, este trastorno tiene síntomas claros: taquicardia, sudoración, temblores, pensamientos catastróficos y, en algunos casos, ataques de pánico al tomar el volante.
Educar para convivir
Juan Pablo Ramírez, secretario de Movilidad de Chía, insistió en que los trancones no son solo un problema técnico ni de infraestructura, sino un reflejo del comportamiento colectivo. “Nosotros no solo hablamos de carros o de vías, hablamos de personas. La movilidad es convivencia. Nos falta civismo, tolerancia y respeto por la autoridad”, afirmó.
Según explicó el funcionario, la Secretaría ha enfocado sus esfuerzos en formar ciudadanos desde edades tempranas, pero también en generar conciencia entre los adultos. “Tenemos equipos que visitan colegios, universidades y empresas. Lo hacemos porque no podemos tener un funcionario detrás de cada ciudadano. La idea es que cada uno entienda que cuidarse y respetar al otro también es salvar vidas.”
En los últimos meses, las campañas pedagógicas como el Día del Motero o la Semana de la Bicicleta, y programas como Calma al volante, se convirtieron en herramientas para intentar bajar la tensión que hoy domina las calles. “La interacción entre los actores viales se ha vuelto más agresiva. Cada día encontramos más riñas, insultos y discusiones que escalan rápidamente”, advirtió.
El funcionario añadió que no existe una herramienta precisa para medir el impacto emocional del atasco, pero sí evidencia un problema de intolerancia. “Hay más agresiones verbales y físicas hacia los agentes, más riñas entre conductores. Es una señal de que la circulación también afecta la salud mental”.
La paciencia se desgasta
Mientras desde la Secretaría se insiste en la cultura ciudadana y el respeto, los agentes de tránsito viven en carne propia lo que pasa cuando esas lecciones se olvidan. Su trabajo los pone todos los días frente al desespero, la intolerancia y el afán.
Leobardo Jiménez, subcomandante de tránsito, explicaba que el humor de la gente cambia en cuestión de minutos. Muchos inician su recorrido tranquilo, pero al encontrarse con un trancón o una maniobra imprevista, la actitud se transforma. Lo que debería resolverse con un gesto de cortesía termina en gritos o discusiones “El tráfico altera y basta con un cierre o una frenada para que surja la tensión.”
Harold Rincón, otro de los agentes, consideraba que el estrés de los conductores no empezaba solo en el trancón. Llegaba con ellos desde casa, entre preocupaciones, afán o cansancio. El tráfico solo saca a flote ese malestar. Aun sabiendo que la congestión es inevitable, muchos no la asumen con calma y terminan descargando su enojo contra quienes intentan poner orden en las vías.
Los funcionarios coincidieron en que los puntos más críticos del municipio son la avenida Pradilla, el sector de Fontanar y la vía que conecta con Cota. “Atender incidentes allí ya es parte de la rutina”, afirmó Fabián Peñalosa.
Para ellos, el reto no es solo dirigir el tránsito, sino manejar las emociones que este desata. Por eso, la Secretaría y el SENA los capacitan constantemente en control del estrés y mediación. En medio del caos, su tarea es evitar que un mal momento se convierta en un conflicto mayor.
Una visión desde la gestión publica
Luis Carlos Segura, exalcalde de Chía, reconoció que parte de la crisis actual tiene raíces profundas en decisiones aplazadas y en una planificación que no logró adelantarse al crecimiento del territorio.
Para Segura, el problema no se reduce a más carros y menos vías: “Primero está la falta de conciencia de algunos actores viales frente al uso de las vías; segundo, se requiere desarrollar los proyectos viales de orden regional, vías de primer, segundo y tercer orden que estaban planteadas hace 25 años y que no se han ejecutado”. Entre ellas mencionó la llamada Troncal del Peaje hoy conocida como Troncal de Los Andes una vía estratégica que, pese a estar proyectada hace algunos años, nunca se consolidó.
Pero la raíz más profunda, según Segura, está en el Plan de Ordenamiento Territorial. Recordó que el POT vigente fue aprobado en el año 2000, bajo la Ley 388 de 1997, y debía actualizarse después de tres periodos de gobierno. Eso no ocurrió. “Ese ejercicio no se hizo en la ciudad”, afirmó, y relató que, aunque en 2016 se adoptó un nuevo POT, fue suspendido por decisiones administrativas, dejando a la ciudad atrapada entre normas viejas y necesidades urgentes.
Mientras la ciudad espera decisiones de fondo sobre su POT y sobre sus vías, los habitantes siguen viviendo el costo diario del retraso.
El trancón se volvió rutina, pero no debería normalizarse como destino. La solución no será inmediata ni depende de un solo actor. Requiere planificación sostenida y un acuerdo básico: moverse no puede ser un privilegio, sino una condición básica de bienestar.
Desde psicología lo advierten: la congestión dispara el cortisol, aumenta la irritabilidad, enferma la mente.
Detrás de cada trancón hay una historia que merece ser contada. Cuéntanos la tuya aquí.
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