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En el corredor de productos agroalimentarios, una de las asociaciones más concurridas fue Ecosecha, reconocida por la panela “San Isidro”, producida en Sasaima, y que es proveedora del Programa de Alimentación Escolar (PAE).
Juan Sebastián Moreno, miembro de Ecosecha, explicó su mayor logro: haber construido un modelo que beneficia directamente a los productores. “Garantizamos la comercialización justa: generamos utilidades del 10 al 15% sobre el precio de la plaza y les pagamos un mejor precio a los productores”.
Hoy, la asociación impacta a cerca de 50 familias paneleras.
Además, destacó el respaldo institucional: “La Agencia de Comercialización de Cundinamarca nos facilita el transporte sin costo, y eso nos ha permitido pagar mejor a los productores”.
Cada año, su panela orgánica es certificada por Ecocert, y su objetivo es mantener precios estables en un sector marcado por la volatilidad. Moreno también resaltó el impacto generacional: “Somos jóvenes dirigiendo la asociación… y los productores ven en nosotros la esperanza de que sí se puede hacer campo”.
El estand de Setas de la Sabana atrajo a los visitantes con una propuesta poco común en ferias agrícolas: hongos melena de león, orellanas, shiitakes y ganoderma.
Victoria Hoyos ofrecía sus muestras mientras destacaba que los productos son “100% naturales” y que utilizan “vinagre de frutas para conservar” sus antipastos y conservas artesanales.
Su apuesta combina agricultura sostenible con innovación gastronómica, mostrando que el campo cundinamarqués también es un territorio de experimentación y valor agregado.
Otro punto clave del mercado fue Native Root, un proyecto fundado por Ervin Liz, indígena nasa del Cauca, y su esposa Viviana. Su marca trabaja con variedades exóticas del café y procesos artesanales que honran el territorio.
Su producto rinde homenaje a la naturaleza y a la cultura ancestral: “Todo rinde tributo a la simbología ancestral, a los ríos, a los páramos, al fuego; al lugar del pensamiento donde uno se reúne con la familia”.
Uno de sus productos más llamativos es el blend comunitario, elaborado con cafés de distintos pequeños productores de Cundinamarca: “Por eso es un blend comunitario, porque no todos tienen la misma variedad”.
Para facilitar el consumo en cualquier lugar, también ofrecieron sobres instantáneos de café especial: “Solo necesitan agua caliente y listo”.
Entre los pasillos del pabellón también se encontraba Ameg Guatavita, la Asociación de Mujeres Emprendedoras de Guatavita, un colectivo con más de 25 años elaborando yogures, quesos campesinos, arequipe y panelitas sin conservantes. Su oferta llamó la atención por la variedad y por la historia detrás: una red de alrededor de 40 proveedoras que entregan leche fresca para sostener la producción artesanal.
Luisa Romero, integrante del grupo, explicó que su yogur funcional “no tiene azúcar, ni conservantes” y puede durar hasta un mes gracias a procesos naturales. Sus precios, que van desde los 4.000 a los 18.000 pesos, reflejan el compromiso por mantener accesibles los productos campesinos sin sacrificar calidad.
Para ellas, el mercado campesino no solo es un espacio de venta, sino una vitrina para demostrar que las mujeres rurales sostienen, desde hace décadas, cadenas productivas que pocas veces se visibilizan.
Entre los proyectos con enfoque pedagógico sobresalió la Unidad Productiva El Salitre, dirigida por Fabio Alonso Díaz, docente y defensor de la educación ambiental.
Su propuesta combina restauración ecológica con formación comunitaria: papeleras elaboradas con material reciclado, artesanías biodegradables, conservación de semillas nativas y talleres sobre caminos ancestrales.
Díaz explicó que su objetivo es enseñar a niños y jóvenes a “cuidar lo que hemos destruido por el uso irracional de los recursos”. Sus actividades buscan recuperar prácticas agrícolas tradicionales y preservar variedades como papas nativas y maíces ancestrales, promoviendo una visión del territorio que conecta memoria, biodiversidad y comunidad.
Su presencia en el mercado campesino recordó que el campo también enseña, conserva y transforma.
Otro de los puntos que atrajo la atención fue el de la Asociación de Apicultores de Sopó, un colectivo conformado por 12 apicultores que lleva dos años recuperando enjambres en la zona alta del páramo de Pionono. Allí las abejas polinizan y “restauran pasivamente el medio ambiente”, un proceso esencial para la conservación del ecosistema.
De esta labor obtienen miel, polen, propóleos y ceras, y también desarrollan una línea de cosméticos con bálsamos, labiales con miel y ceras, cremas hidratantes y jabones corporales.
Sandra Rivera, integrante de la asociación, subrayó la importancia de las abejas: “Polinizan el 70% de toda la flora mundial”. La venta se realiza principalmente de manera digital y a través de ferias gestionadas por la gobernación y la alcaldía, un apoyo que, según Rivera, “sí se ha sentido”.
Además de alimentos y bebidas, el mercado campesino abrió espacio a la tradición artesanal. El Colectivo de Artesanos de Soacha, integrado por entre 15 y 20 creadores, resaltó el valor cultural del tejido y la marroquinería.
“Soacha tiene por tradición todo el tejido y sus pictogramas… las tradiciones se estaban acabando, pero hoy las estamos retomando” explicó Astrid Gallego, integrante del colectivo.
Su labor no se limita a producir: también enseñan y transmiten conocimiento. “La idea es no quedarnos con el conocimiento sino transmitirlo… trabajamos con tercera edad, niñas y jóvenes”.
Incluso llevaron estudiantes al festival para observar cómo se decora un stand, cómo se exhiben los productos y cómo se atiende al público: “Cada una se enfoca en lo que más le gusta; algunas prefieren producir, otras vender”.
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