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28 de Noviembre de 2025 13:30
El amanecer en Chía llega con un contraste: mientras el sonido del tráfico llena las calles, en las montañas aún se escuchan los cantos ancestrales del pueblo muisca. Allí, entre el cemento y la memoria, sobrevive una comunidad que se niega a desaparecer. Al subir por los caminos de tierra que conducen al resguardo, las casas de barro, madera y techos de teja revelan un paisaje distinto al del centro urbano. Huertos pequeños, olor a leña, senderos que serpentean entre árboles nativos y una quietud que parece detener el tiempo. Es un regreso al origen, a un territorio que sigue hablando en lengua antigua, aunque a su alrededor crezca la ciudad.
Desde siempre, este territorio ha sido hogar del pueblo muisca, una comunidad que conserva su cosmovisión, su idioma y sus prácticas espirituales a pesar del crecimiento urbano que los rodea. Hoy, el resguardo indígena de Fonquetá y Cerca de Piedra, reconocido por el Ministerio del Interior, alberga cerca de cuatro mil personas que defienden 201,8 hectáreas de tierra ancestral.
Durante el segundo semestre del año 2021 se llevó a cabo una caracterización en el municipio de Chía, enfocada en los adjudicatarios del Resguardo Indígena Muisca. El estudio permitió acercarse a la vida de 285 familias que habitan en la zona rural, todas ellas distribuidas entre las veredas de Cerca de Piedra y Fonquetá, territorios que conforman el área del resguardo.
En Cerca de Piedra se encontraron 136 familias, asentadas en distintos sectores que reflejan la diversidad de la comunidad. En La Frontera apenas dos hogares mantienen viva la tradición, mientras que en La Arenera se concentran treinta familias que representan poco más de una quinta parte del total. El sector Lavaderos, en cambio, es el corazón de la vereda: allí residen 104 familias, que constituyen la gran mayoría y dan forma al tejido social de este territorio.
Fonquetá, por su parte, es la vereda con mayor presencia de la comunidad indígena, pues acoge a 149 familias. Pueblo Nuevo destaca como el sector más poblado, con 105 hogares que representan siete de cada diez familias de la vereda. La Pichonera reúne veinte familias, mientras que El Peñón y Valvanera comparten una proporción similar, con once y diez hogares respectivamente. Finalmente, La Resevera, aunque pequeña, aporta tres familias que también hacen parte de este mosaico humano.
“Chía siempre ha sido muisca, Chía es territorio indígena”, recuerda Saray Alejandra Neukye, joven lideresa que habita el resguardo. Para ella, ser indígena en el municipio no es una etiqueta, sino un acto de resistencia. “Es fortalecer las costumbres y tradiciones que los abuelos dejaron hundir y que hoy necesitamos tener presentes, no solo para mí o para un grupo de jóvenes, sino también para los niños que vienen detrás con ese semillero de aprendizajes”, explica.
La historia de Saray refleja el esfuerzo cotidiano de una comunidad que busca mantener vivas sus raíces en medio de los cambios. Tradiciones como el festival Svetsie, también conocido como las fiestas de San Pedro Muisca, se han ido perdiendo con el tiempo. Allí se realizaban juegos como la vara engrasada o la correa del marrano, prácticas que hoy ya no se realizan tras ser catalogadas como riesgosas o como maltrato animal. “Eran costumbres muy fuertes y significativas para nosotros, y ahora ya no están”, lamenta.
El resguardo muisca de Chía enfrenta, además, la presión de la urbanización. Aunque tiene su propia jurisdicción y autoridad, las montañas son tratadas como zonas turísticas por empresas que organizan caminatas sin permiso ni respeto por el territorio. “A nosotros no nos representa el alcalde, nos representa un gobernador o gobernadora elegido por nosotros mismos. Cuando la gente entra sin autorización, afecta la montaña, los animales y nuestra historia”, asegura Saray.
Esa tensión entre la modernidad y la naturaleza también se refleja en el agua, uno de los elementos más sagrados para la cosmovisión muisca. Para la comunidad, el agua es vida, memoria y equilibrio; sin embargo, hoy es también motivo de preocupación.
Según Daniel Montes, ingeniero ambiental, “la expansión urbana en Chía ha generado un aumento en la demanda de agua que, si no se acompaña de un plan de incremento en la capacidad de captación y distribución, provoca tensiones que se reflejan en bajas presiones o intermitencia del servicio. Además, la urbanización reduce la permeabilidad del suelo, disminuyendo la recarga de acuíferos y aumentando la escorrentía, lo que contribuye a inundaciones y afecta la calidad del agua por arrastre de sedimentos y contaminantes”.
Estas tensiones técnicas se traducen también en un desequilibrio ambiental que afecta directamente a las comunidades tradicionales. Mientras el agua pierde su curso natural, el territorio pierde su armonía ancestral.
Las transformaciones del entorno natural también han cambiado la vida cotidiana. Donde antes había campos abiertos y animales visibles, hoy hay edificios, postes y luces. Muchas familias indígenas se han visto obligadas a salir del resguardo. Las zonas habitables son pocas, y los costos de vida en el municipio son altos. “Con un salario mínimo no alcanza para sostener un hogar. Antes con mil pesos se compraba comida, ahora no alcanza”, dice Saray con crudeza.
La precariedad económica se mezcla con la falta de apoyo a las economías propias. Dentro del resguardo se elaboran y venden productos como chicha, huevos, frutas y hortalizas, pero la cercanía con grandes superficies comerciales ha reducido su consumo. “Ya ni siquiera la plaza central se surte con cultivos de aquí, ahora traen de otros lugares, y eso nos afecta a todos”, explica.
Uno de los mayores temores de la comunidad es el impacto de los nuevos proyectos de infraestructura, especialmente la construcción de la Troncal de los Andes, que atravesaría parte del resguardo. “Eso nos va a quitar gran parte del territorio. Una vía de ocho carriles en medio del resguardo es prácticamente borrar nuestras costumbres y nuestra tranquilidad. Los animales se van a ir, los niños ya no podrán jugar libres como antes”, advierte Saray.
Sin embargo, el proyecto enfrenta hoy un punto crítico, la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) ordenó la suspensión temporal de la Audiencia Pública Ambiental programada para septiembre de 2025. La decisión responde a nueva información técnica y jurídica que podría alterar la evaluación del impacto ambiental, incluyendo posibles afectaciones sobre cuerpos de agua como el Canal Proleche y el Humedal San Jacinto. Además, la ANLA solicitó precisiones al Tribunal Administrativo de Cundinamarca sobre el alcance de una medida cautelar vigente en el predio Las Veguitas, clave para determinar si la obra podría intervenir zonas protegidas.
La suspensión se mantendrá hasta que se analicen por completo estos documentos y aclaraciones, con el fin de garantizar que la ciudadanía participe con información completa y verificada. Para la comunidad muisca, esta pausa representa una esperanza momentánea, pero también un recordatorio de la fragilidad de su territorio frente a decisiones externas que continúan avanzando sobre su memoria ancestral.
A esto se suma lo que la líder denuncia como una falta de respeto institucional hacia la comunidad: “Cuando intentaron arreglar la Diosa Chía en el parque central, eso no se podía mover y el alcalde de su momento hizo las cosas como quiso, sin preguntar. Sí, hace parte del municipio, pero también hace parte de una historia indígena. No se puede pintar, ni mover, ni poner más lindo… eso hace parte de una historia, y cuando se mueve patrimonio cultural es un delito. Todos los movimientos que hacen por mejoras del territorio y que nos afecten directamente tienen que pasar por una consulta propia, libre e informada. Y esas consultas no se hacen. Nos ponen como un cero a la izquierda”.
Esa sensación de invisibilidad institucional tiene raíces profundas. Según la docente de sociología Deisy Quiroz, “la expansión urbana de Chía ha reconfigurado la identidad muisca actuando con resiliencia. Chía es un territorio ancestral cargado de significado espiritual (como los sitios sagrados que hoy pueden estar rodeados por urbanizaciones). Esta fragmentación genera una desterritorialización simbólica, donde la conexión con la tierra de los ancestros se ve interrumpida, debilitando uno de los pilares fundamentales de su identidad”.
Sin embargo, añade Quiroz, la comunidad ha respondido con fortaleza: “La identidad ya no se basa solo en la posesión física del territorio, sino en una conexión histórica, cultural y política con él. La presión urbana no ha borrado su identidad, sino que la ha forzado a adaptarse y a volverse más consciente y política”.
Esa desconexión entre la historia y la cotidianidad también se refleja en la población no indígena. Carlos Bedoya, habitante de Chía desde 2020, reconoce no haber sabido que Chía es un territorio indígena. “Uno pasa por el parque, por las calles, y no hay nada que lo diga. No se ve reflejado en la vida diaria”, comenta Carlos. La falta de conocimiento de los habitantes evidencia cómo la identidad muisca ha sido relegada al silencio y al olvido, incluso dentro del propio territorio.
Pese a ello, la Alcaldía de Chía ha buscado mantener un diálogo con el resguardo indígena muisca. A través del Plan de Desarrollo Municipal “7/24 En Acción”, la administración del alcalde Leonardo Donoso incluyó un capítulo dedicado a la comunidad indígena, con aportes en temas de seguridad, educación y medio ambiente. Además, mediante el Decreto 904 de 2019, se creó la Mesa de Concertación Indígena (MECINCHÍA), un espacio de diálogo entre delegados de la Alcaldía y del gobierno indígena para priorizar acciones y resolver conflictos.
Según información de la administración municipal, también se han adelantado visitas al resguardo y proyectos de adecuación de su maloca con el fin de preservar su cultura y reconocer su valor patrimonial. Sin embargo, para muchos miembros de la comunidad, estas acciones aún resultan insuficientes frente a las transformaciones urbanas que continúan afectando su territorio y su forma de vida.
La docente Deisy Quiroz subraya que los jóvenes muiscas han encontrado nuevas formas de revitalizar su cultura a través de redes sociales, talleres y educación propia. “Crean cuentas para enseñar palabras del muysccubun (El idioma muisca, muysca o chibcha), comparten historias y reinterpretan sus tradiciones con conceptos actuales como sostenibilidad o crisis climática. Su identidad no está dividida: es doble y complementaria”.
Las palabras de Deisy coinciden con lo que se vive a diario en el resguardo: jóvenes, mayores y niños participan en procesos de enseñanza de la lengua, celebran rituales en las montañas y promueven la memoria colectiva. Son acciones silenciosas, pero poderosas, que reafirman que el territorio no se mide en hectáreas, sino en identidad.
La historia de Chía no está escrita solo en los libros ni en los archivos municipales, sino en las montañas, en el agua y en las voces que aún hablan muysccubun. En cada ritual, en cada huerta y en cada defensa del territorio, la comunidad muisca reafirma que, pese a la expansión urbana y al olvido institucional, la memoria sigue viva. Porque más allá del progreso que avanza, hay una verdad que resiste… Chía no dejó de ser indígena. Nunca lo ha hecho.
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