Una aldea de sabores sobre ruedas

4 de Noviembre de 2025 08:00

Conjunto de cuatro food trucks de distintos colores
Por: Martina Chediak

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En octubre de 2022, la vía Guaymaral era casi un paisaje detenido en el tiempo. Más allá del centro comercial Bima en el norte de Bogotá, solo se extendían los potreros, el verde inmenso y alguna que otra vaca distraída entre el pasto. En medio de mi mudanza, con el carro lleno de cajas, me encontré con algo inesperado en esa vía que se sentia cómo estar en la mitad de la nada: un pequeño conjunto de food trucks al aire libre llamado Boré.

En octubre del 2025, tres años luego de tropesar con Boré, Felipe Bernal, su creador, me recibe con una sonrisa de chef que no disimula. Habla con las manos, con ese entusiasmo de quien ha encontrado una forma de reinventar su oficio sin dejar de respetarlo. “Llegué acá en el 2019 y arranca lo de la pandemia [del COVID-19]; abrir el restaurante estaba prohibido”, dijo recordando su llegada a Colombia tras sus estudios en el exterior. “Si no se puede adentro, pues hagámoslo afuera”, señaló Felipe haciendo memoria del momento en que decidió abrir su conjunto de food trucks o camiones de comida.

La historia de Felipe no es solo la de un chef, sino la de un movimiento que empezó a crecer casi sin que nadie lo notara. En 2019, cuando arrancó la pandemia, él había llegado de Londres, donde se encontró con la fiebre de los food trucks. Cuando regresó a Colombia y se encontró con la nueva ‘normalidad’ de la pandemia no dudó en mandar a fabricar camiones pequeños, uno por cada tipo de comida que tendría, cada uno con su propio lavamanos, estufa y nevera. “Estoy cumpliendo con todos los parámetros. La gente está comiendo al aire libre. Cada uno tiene su tapabocas, su desinfectante. Tengo estaciones de desinfección en cada sector. Y estamos cumpliendo con el metro de distancia”.

Pizza artenasanal mediana con burrata, prosciutto, rúcula y pesto. Crédito: Martina Chediak.

 

Mientras hablaba con Felipe, los clientes empezaban a llegar. En uno de los camiones preparan salchichas alemanas; en otro, crepes; en un tercero, hamburguesas, y hay uno más en el que cocinan pizzas artesanales. No hay humo de fritanga ni música a muy alto volumen; solo se escuchan los pájaros, los carros pasar y el murmullo de la gente que conversa y ríe. “Me gusta que la gente se pueda tomar su tiempo, porque la idea no es la de ¡uy!, comí y me fui. Eso te enferma”, explicó Felipe.

El paisaje alrededor refuerza esa idea: Boré en realidad lo podría explicar como una pequeña aldea de sabores, rodeada de pasto y de árboles, donde también los perros pueden compartir con sus familias. “Antes el restaurante recibía el nombre de restaurar. Tú ibas a los restaurantes para que te cuidaran, para que comieras bien, para que te sientieras bien”.

Pero, detrás de ese ambiente familiar hay una historia más compleja. En Bogotá, el auge de los food trucks es relativamente reciente. Hasta hace pocos años no existía ni siquiera una normativa clara para regularlos. El Departamento Administrativo de la Defensoría del Espacio Público (DADEP) apenas en 2023 expidió una resolución para organizar su funcionamiento, después de años en un limbo legal. Felipe lo sabe. “Tenemos los extintores, tenemos el botequín, tenemos la camilla, sin necesidad que la alcaldía venga a supervisar”.

Mural localizado en las mesas interores de Boré. Crédito: Martina Chediak.

Su hermano Francesco, que también trabaja en el lugar, pasa con una bandeja de comida para entregarle a los comensales que se encuentran en el lugar. Al escuchar el sonido de los camiones que transportan materiales para las obras de una constructora aledaña le pregunté ¿qué creía que sucedería con el local de comida apenas terminaran las construcciones? “Son como 100 mil familias por lo que tengo entendido. La gente que viene acá dice que el local es buenísimo; me parece espectacular que uno  salga de los mismos lugares que suele visitar,  para encontrar algo nuevo”.

Días después, tuve una llamada con Pamela Torres, directora de Food Truck Club Bogotá. Su voz suena alegre, con acento colombo-venezolano, y habla con la seguridad de quien conoce de memoria un sector que ayudó a construir. Ella no tiene un local, porque su negocio no lo necesita: todo su trabajo ocurre en movimiento, entre parques, colegios y eventos privados.

“Cuando nosotros empezamos, había súper poquitos food trucks”, me dice desde el otro lado de la línea. Pamela fundó la primera agencia dedicada a conectar dueños de camiones con empresas, colegios y ferias. “Nosotros como agencia empezamos a abrirle los espacios comerciales a estos food trucks con nuestros clientes”, explica con orgullo listando a unos de los clientes que han atendido.

Su voz se aceleró cuando empezó a describir la variedad gastronómica de su agencia. “Tenemos hamburguesas, lechonas, arepas rellenas, wafles dulces y salados, cocteles, cervezas artesanales… contamos con más de 40 menús distintos”.

Cuando le pregunto por el amparo legar a este sector gastronómico, su respuesta fue tan precisa como preocupante. “En Bogotá no se puede vender en la calle. Los food trucks solo pueden operar en suelos privados, con contratos o permisos de eventos. No hay una ley que los reconozca como unidades móviles de cocina. Ni siquiera la Secretaría de Salud de Bogotá ha actualizado su normativa”.

Pamela y su equipo se han tomado en serio llenar ese vacío desde su experiencia. “Nosotras somos muy estrictas. Exigimos cédula, RUT, cámara de comercio, carnés de manipulación, certificados de proveedores, hacemos inspecciones. Pero no todas las marcas lo hacen, y ahí está el riesgo. Si no hay regulación, cualquiera puede improvisar una cocina sobre ruedas”.

Aunque me habla por teléfono, puedo imaginar la sonrisa detrás de su tono cuando dice “no veo el por qué este negocio vaya a desaparecer. Al contrario, puede ser muy fuerte de aquí a 10 años. Creo que puede aumentar la flota de food trucks de un 60% a 70% con respecto al presente”. Según un artículo publicado en la página de la Alcaldía sobre la reglamentación de los food trucks, hoy en día en Bogotá se pueden encontrar alrededor de 300 camiones o carros de comida, aunque se cree que solo la mitad cumple con la reglamentación de manipulación de alimentos.

Por otro lado, Pamela considera que los llamados parkings de food trucks, lotes donde varios camiones se reúnen para vender, son una alternativa válida, pero también un desvío del concepto original. Un food truck debe moverse. Su magia está en llevar el sabor a donde está la gente.

El auge de los food trucks en Bogotá no se puede entender sin mirar el contexto urbano. Un estudio publicado en ScienceDirect sobre nuevas formas de consumo y sostenibilidad urbana explica que las ciudades latinoamericanas están experimentando una ‘gastronomización’ del espacio público, comer ya no es solo necesidad, sino experiencia colectiva. Los food trucks encajan perfectamente en esa tendencia. Son flexibles, rápidos y fotogénicos. Y en una ciudad donde abrir un restaurante cuesta millones, ofrecen una entrada más accesible y asequible al mundo gastronómico.

Para tener en cuenta, según información encontrada en artículos de El Tiempo y La República, en Colombia montar un restaurante puede implicar inversiones muy elevadas: por ejemplo, en el 2007 se estimaba que abrir un modelo de primer nivel en Bogotá requería entre 700 y 1.000 millones de pesos colombianos, valor que hoy en día ha incrementado. En cambio, se podría estimar que abrir un food truck, podría estar en un rango entre 20 y 120 millones de pesos para la compra y adecuación de la unidad rodante.

El problema, como señalan los investigadores, es que la falta de políticas claras deja a los emprendedores a medio camino entre la formalidad y la informalidad. Pamela lo vive cada día. “No hay ninguna ley que ya esté descrita para los food trucks y realmente no se puede trabajar en la calle. Entonces, nosotros como empresa, como agencia, nunca vamos a recomendarlo”.

La reciente resolución del DADEP intenta llenar ese vacío. Establece lineamientos sobre permisos, salubridad y espacios destinados a food trucks, pero su aplicación aún es limitada. En teoría, busca organizar una actividad que ha crecido más rápido de lo que la ciudad puede regular. En la práctica, muchos siguen dependiendo de alianzas privadas para poder trabajar.

En Boré, Felipe lo resumió de otra manera: “Si la alcaldía ayudara, esto sería un boom. Podríamos estar en parques, conciertos, ferias… llevar la comida a donde está la gente. Pero mientras tanto, aquí seguimos, con lo nuestro”.

Al final del día, cuando cuelgo la llamada con Pamela, pienso en cómo ambos mundos, el de un chef que amasó pan en Alemania y el de una empresaria que organizó una red de camiones, se cruzan en un mismo punto, el deseo de crear comunidad alrededor de la comida.

En Guaymaral, el sol empieza a caer y las luces se encienden sobre los camiones de Boré. Un perro se echa bajo una mesa, y alguien pide otra pizza. Hay algo profundamente humano en esa escena: la gente se reúne, come y comparte, como si el simple acto de comer al aire libre devolviera una parte de la ciudad que creíamos perdida.

Ambiente en Boré durante una tarde soleada, con familias y mascotas disfrutando del espacio. Crédito: Martina Chediak.

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