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30 de Octubre de 2025 17:00
Bogotá se convierte en epicentro del arte contemporáneo con dos escenarios clave: la Bienal BOG25 y la feria ARTBO. Ambas plataformas transforman el espacio público en territorio creativo y expanden el circuito latinoamericano. Ya lo decía el fallecido director de cine David Lynch: “El arte no cambia nada, el arte te cambia a ti”. En esa transformación silenciosa que ocurre entre la obra y quien la contempla reside el verdadero poder del arte. Las bienales, más que simples exhibiciones, son escenarios donde esa transformación colectiva se hace visible.
“El arte puede ayudarnos a tramitar de otra forma esos dolores, esa violencia y esas inquietudes y miedos que tenemos como ciudad, y también a llegar por esos caminos a expresiones de felicidad”, decía en 2024 el alcalde Carlos Fernando Galán, cuando presentó a los habitantes de la capital la idea de realizar la primera Bienal Internacional de Arte y Ciudad de Bogotá.
BOG25, nombre oficial de la Bienal, además de buscar equipararse con otras grandes bienales del mundo, como las de San Pablo o Sidney, invita a mirar a la capital colombiana como una obra de arte viva, donde la arquitectura, el espacio público y la cotidianidad se entrelazan. Allí, más de 100 artistas nacionales e internacionales intervendrán espacios gratuitos a lo largo del Eje Ambiental; columna vertebral del evento y símbolo del diálogo entre historia, agua y ciudad.
La Bienal también activará sedes como el Archivo de Bogotá y otros recorridos en distintas localidades, proponiendo caminar la ciudad como un museo abierto para reflexionar sobre un tema común: la felicidad urbana. Entre los artistas participantes se encuentra Johan Samboní, una voz inquieta y original del arte contemporáneo colombiano. Su obra, reconocida por transformar objetos cotidianos en preguntas visuales, también tuvo una destacada participación en la más reciente edición de ARTBO, la feria internacional de arte de Bogotá organizada por la Cámara de Comercio, que cada año reúne a galerías, artistas y curadores de todo el mundo para consolidar a la ciudad como un punto clave del circuito artístico latinoamericano.
Allí, un hecho particular marcó un giro inesperado en su trayectoria: Kendrick Lamar, durante su visita a la feria, adquirió la obra Piratas de Samboní, justo antes de que se cancelara su concierto en el Vive Claro Distrito Cultural. El rapero visitó el centro Ágora Bogotá, donde se encontró con el trabajo del artista caleño, cuya estética mezcla materiales de construcción, símbolos barriales y referencias a la piratería como forma de resistencia visual.
Conexión Sabana 360 tuvo el placer de entrevistarlo y conocer más sobre su historia, su visión del arte y su instalación en la Bienal.
Alejandra Vásquez: ¿Cómo iniciaste tu camino en el arte y cuáles fueron esos primeros pasos?
Johan Samboní: Empecé trabajando desde el cómic. Me formé con dibujos influenciados por el anime. Cuando uno no tiene una formación artística especializada desde pequeño, ni una base en historia del arte, esas influencias se quedan muy presentes. Incluso, hoy siguen ahí, dentro de mí. El cómic me permitía integrar cosas que todavía me interesan: la escritura y la imagen. Desde ahí comencé a experimentar con el óleo, y casi por accidente terminé estudiando arte.
Alejandro Contreras: ¿De qué manera crees que la Bienal y el arte benefician a los artistas colombianos?
J.S.: La Bienal ofrece una posibilidad que hace mucho no se daba: comisionar obras en una escala mayor. Eso te permite romper límites en cuanto a dimensiones y aprender a trabajar proyectos que exceden lo que uno normalmente hace con recursos propios. ARTBO, por otro lado, es una plataforma de ventas muy importante. Pueden surgir encuentros inesperados, públicos nuevos. Yo soy de Cali, donde el mercado del arte es casi inexistente. Entonces, enfrentarse a un espacio con tanta gente, con otro tipo de comunicación, es algo a lo que uno no está acostumbrado. En Cali, los públicos del arte suelen ser estudiantes de artes, curadores o historiadores. Allá el diálogo es más cerrado. En cambio, en eventos como ARTBO, uno puede establecer conexiones con personas ajenas al campo y comercializar el trabajo, lo cual me parece una forma muy digna de vivir del arte. También me gustan las becas, pero creo que el mercado ofrece una autonomía que valoro mucho.
A.V.: Cuéntanos sobre tu instalación en la Bienal y su historia.
J.S.: Surgió hace unos tres o cuatro años, a partir de un dibujo que hice medio en chiste, como una especie de monumento para el Boulevard del Oriente en Cali. Me inspiré en el monumento a Jairo Varela, que está en el centro de la ciudad y tiene unas trompetas donde uno se mete a escuchar música. Me atrajo la idea de un dispositivo que permitiera sumergirse en sonidos, y quise complejizar esa experiencia con los paisajes sonoros que construyen las identidades barriales. El proyecto incluye techos, materiales de construcción -algo que he trabajado bastante-, una gráfica influenciada por los dibujos animados, y sonidos del barrio que fui recopilando mientras caminaba. Esta vez pude organizar una clasificación por gorras, en colaboración con artistas como María del Mar Banin, quien investiga el narcotráfico en canciones de trap del Pacífico. También incluí cumbia amazónica del Cauca, Perú y Ecuador, y canciones de Zona Marginal, un grupo de rap de mi barrio que trabaja desde el activismo político y la educación popular. Me interesaba homenajear esas voces. Además, jugué con diseños del estilo americano: personajes de Looney Tunes, equipos de béisbol y básquetbol, referencias a Compton en Los Ángeles. Todo eso se fue entrelazando con textos, luces, murales, y se armó un mapa de relaciones que complejiza el objeto de las gorras, que ya era atractivo por sí solo, pero que con esos elementos abre otros lugares de sentido.
A.C.: ¿Qué papel juega tu identidad en tu obra?
J.S.: Es el eje principal de mi trabajo. Me interesa complejizar la construcción de la identidad, cuestionar los estereotipos, explorar lo que significa “ser una persona realizada”. Por eso aparecen referencias a los DVDs, a películas sobre pandillas en Los Ángeles, a GTA. También me interesa lo racial desde la indeterminación: las mezclas de lo afro, lo indígena, y las dificultades para encajar en una sola categoría. Desde esa complejidad construyo un discurso identitario. Mis obras nacen de esas inquietudes, aunque a veces también surgen por capricho o por el deseo de ejecutar ciertos objetos. Pero casi siempre están atravesadas por lo identitario.
A.C.: ¿Qué se pierde cuando los medios físicos como los DVDs se digitalizan? ¿Desaparece solo el contacto o también la sensación de propiedad, memoria y comunidad?
J.S.: Hay una nostalgia por el objeto y por la posibilidad de coleccionar, pero también creo que la gente inventa nuevas formas de relacionarse con la información y de crear comunidades. Me interesa mucho cómo desde los márgenes se digiere lo digital. Nunca es homogéneo: la gente lo transforma, lo vuelve otra cosa. Todavía hay quienes venden DVDs, incluso compilaciones de tiktoks. La materialidad sigue siendo importante para la experiencia barrial. En esas traducciones de lo digital a lo físico aparecen fenómenos rarísimos que me parecen riquísimos. Hay una anacronía que me gusta: uno cree que todo va hacia lo digital, pero los accesos a la tecnología y la recursividad hacen que se vivan muchas cosas en paralelo. Siempre que haya diferencias materiales, surgirán formas emergentes de abordar la tecnología. Eso es lo que me interesa explorar.
A.V.: En una entrevista, tu mamá decía: “El arte es para los ricos”. ¿Crees que eso ha cambiado?
J.S.: En parte sí, pero sigue siendo cierto. Hay una mirada más abierta, pero si uno analiza galería por galería, evento por evento, el porcentaje de artistas blancos y privilegiados sigue siendo mayor. Uno tiene que adaptarse a ciertas formas para ser legible en esos contextos. Yo esperaría que el espectro de lo narrable en las artes visuales se amplíe, que haya más presencia de artistas de otros contextos, y que eso sea sostenible, no solo comercialmente. Hay un auge de narrativas indígenas y afro, pero el problema es el discurso que las enmarca. A veces se sobreexplotan y no se integran orgánicamente a todos los lenguajes del arte. Ese es el reto. Es mucho más difícil para un artista del barrio o racializado ingresar cómodamente a esos escenarios. Hay que aguantarse muchas cosas, armar estrategias. No todo el mundo está dispuesto. También valoro a quienes no participan en los espacios centrales del arte, pero ofrecen alternativas valiosas desde otros lugares.
A.C.: Si pudieras rediseñar esas caricaturas viejas: ¿qué cambiarías y qué conservarías?
J.S.: No sé si cambiaría algo. Me gustan mucho los collages digitales, como esas carátulas de videos musicales con 50 cantantes. Además, me interesa esa estética que surge del deseo de hacer negocio, que muchas veces se ve mal en el mundo del arte de museo, pero que tiene un valor propio. Por último, me encantan las carátulas hechas a mano, como los carteles viejos de cine en acuarela. Hay gente que hacía los cassettes a mano. Eso me parece bacano.
A.V.: ¿Cómo describirías el arte colombiano hoy?
J.S.: Difícil de definir. Siento que hay una emergencia de nuevas visiones. El arte colombiano está ofreciendo muchas alternativas a lo que se venía consumiendo, con apuestas por lo comunitario, por lo que sucede fuera de las salas, por un pensamiento que descentraliza y pone el entorno en diálogo. Conviven muchas cosas al mismo tiempo. Hay quienes trabajan desde lo comercial, lo cual respeto porque es una forma de sobrevivir. Y hay quienes están en procesos políticos y sociales. Me parece chévere que existan esos diálogos.
A.V.: ¿Cómo es vivir del arte actualmente en Colombia?
J.S.: No estoy tan seguro. Hay muchas formas de vivir -o sobrevivir- del arte, pero pocas opciones. Algunos tienen trabajos muy demandantes fuera de la creación artística, pero logran sostener un cuerpo de obra independiente de lo vendible o lo convocable. Otros construyen su trabajo alrededor de la venta, que me parece una forma muy digna de vivir del arte. A mí me interesa equilibrar lo institucional, lo autogestionado y lo comercial. Eso ayuda a dinamizar el proceso creativo y a no aburrirse. Hay un momento en que uno profesionaliza el hacer artístico y empieza a perder el deseo genuino por crear. Me he dado la batalla interna por mantener ese deseo a flote, para que no se convierta solo en producción para sobrevivir. La obra de Johan Samboní no solo interpela a los espectadores desde lo visual, sino que construye puentes entre memoria, barrio y tecnología. Su mirada, arraigada en lo cotidiano y lo identitario, propone formas alternativas de habitar el arte y de narrar lo urbano. En un país donde vivir del arte sigue siendo una apuesta compleja, la Bienal BOG25 y ARTBO, más que vitrinas, se consolidan como plataformas que permiten a artistas como Samboní expandir sus lenguajes, conectar con públicos diversos y desafiar los límites de lo institucional. En ese cruce entre lo local y lo global, su obra confirma que el arte colombiano está en movimiento, y que sus voces más inquietas no solo resisten: transforman.
La Bienal seguirá activa hasta el 9 de noviembre, invitando a recorrer Bogotá como un museo abierto y vivo.
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